
Al final, ¿cómo es el asunto? ¿Uno va llevando su vida adelante o la vida se lo lleva por delante a uno?
Mafalda
La noche del 31 de diciembre de 2020, me encontraba sentado, dormitando junto a la cama donde estaba mi mejor amigo de la infancia, Próspero… Él agonizaba.
Desde que salimos de la preparatoria, Próspero y yo convivimos muy poco, casi nada; sin embargo, los escasos momentos juntos siempre fueron de intensa alegría. Seguía uniéndonos, principalmente, el amor por la literatura, la música, el teatro y el cine.
Es innegable que, además del afecto, siempre sentimos admiración el uno por el otro. Por mi parte, yo nunca dudé en manifestarle mi reconocimiento por su habilidad para generar dinero. Con dos carreras y una maestría, Próspero siempre fue un as para los negocios. Él, por su parte, siempre me confesó su admiración por la facilidad —decía él—con la que yo les demostraba afecto a mi esposa y a mis hijos. Dijo que, a pesar de amar a su pareja, se sentía incapaz de expresarse como yo: con arrumacos sobrados, caricias, besos, abrazos y voces fingidas.
Yo siempre me he considerado un vago para los asuntos del dinero. Con apenas una carrera —una de importancia no esencial para la maquinaria económica, cabe señalar—, no se puede decir que muero de hambre, pero tampoco que vivo con la holgura suficiente para ganarme el título de “hombre de éxito”.
Es extraño, pero mientras que la mayoría de las personas que conozco fueron educadas para tener un título universitario y para que siempre, incansablemente y a pesar de todo, lucharan por obtener cargos “importantes” y con una buena remuneración, a mis hermanos y a mí nos enseñaron que el mayor logro en la vida era tener cónyuge e hijos y disfrutarlos mucho, el mayor tiempo posible. Ello me ha acarreado problemas toda la vida, principalmente con jefes y compañeros de trabajo. Próspero no era la excepción al entender como una completa locura mi concepto sobre el tiempo, el dinero y las relaciones personales. Por ejemplo, pareció nunca comprender por qué yo permitía, sin problema alguno, que mi hijo e hija estudiaran cine y teatro, respectivamente. Con una sonrisa encogida y una mueca protocolaria que inútilmente procuraba demostrar paciencia, Próspero insistía en que había que dedicarse a algo “útil y remunerable”, y en que las artes eran buenas para mirarlas detrás de la barrera, pero no en pleno ruedo.
La noche del 31 de diciembre de 2020, me ofrecí a pasar la noche al lado de Próspero porque su esposa había llegado al extremo de no poder soportar despierta ni un segundo más. Cerca de las dos de la mañana del primero de enero, mi amigo, con apenas 49 años encima, exhaló su último aliento. El cáncer le ganó la batalla después de un año y fracción de lucha.
Su expresión de aquella noche se quedó grabada en mi memoria, provocándome una extraña sensación parecida al vértigo: era él y al mismo tiempo no lo era; me veía y no me veía. No quedaba rastro de su eterna seguridad, de esa sensación de completo control sobre el mundo y sus circunstancias, ese relajado gesto que yo siempre admiré y envidié. Aquella noche parecía gritarme en silencio, desde esas marcadas aristas en sus facciones: “¿Qué hice mal? ¿Qué calculé mal? ¿Qué factor dentro de la ecuación se me escapó?”
Un psicólogo tal vez diría que aquella interpretación no es más que una proyección de mí mismo, de mis miedos y mi visión condicionada del mundo. Puede que así sea: quizá Próspero ya no habitaba ese cerebro, y aquel rostro desencajado no era más que la reacción de un cuerpo obedeciendo los últimos protocolos evolutivos para mantener la vida hasta el final. No obstante, la realidad es que él ya no está aquí y yo sí.
Ahora que lo pienso, Próspero y yo teníamos mucho más en común de lo que yo siempre creí: ambos estábamos obsesionados con el futuro. Yo aún lo estoy. La mayoría de las personas formulamos, consciente o inconscientemente, un “plan maestro” que pensamos nos conducirá a un mañana generoso y tranquilo. Próspero así lo creía, pero un inesperado factor genético vino a dar al traste con todo su meticuloso proyecto.
Me pregunto cuántas cosas también estoy dejando pasar por alto. Innumerables ocasiones he experimentado el mismo tipo de enajenación por una sola cosa: por escribir, por publicar un libro, por destacar, por demostrar que “soy alguien en la vida”; sin embargo, no he logrado más que ausentarme de lo que es, de las personas que amo, de los momentos que realmente me embelesan.
Ahora, después de la implícita lección de mi amigo de la infancia, pienso que si existe algo como el propósito, éste consiste en la capacidad de quedarse aquí, en el instante que es, bajo cualquier circunstancia, y desentrañar y disfrutar la alegría oculta en cada taza de café, en cada respiro, en el apapacho de los que amamos, en cada tibio halo de luz filtrándose por las cortinas y tocándonos la cara…
