(Foto: Steve Humpreys)
¿Qué es un chavorruco? Este modismo de cuño reciente en el español mexicano se forma por la aglutinación de dos palabras antónimas de nuestra habla coloquial: chavo, derivada de chavó, una voz del caló de los gitanos españoles para designar a los muchachos o jóvenes, y ruco, que según algún diccionario etimológico proviene del quechua rukhu y significa “anciano, decrépito”.
Así, un chavorruco —o chavorruca, porque también ellas reciben este calificativo— es una persona que ya ha alcanzado la madurez, o al menos la adultez, y en su habla, su forma de conducirse y su arreglo personal parece haberse quedado atorado en la adolescencia.
Una imagen ilustrativa de ello sería la de un hombre cincuentón con un corte de pelo muy moderno —con alebrestado copete entrecano incluido— que porta pantalones de mezclilla entallados, brazos tatuados, una playera negra con la imagen de algún grupo de heavy metal, y anda en motocicleta al lado de una mujer de la misma rodada generacional con el cabello teñido de rubio, brevísimas minifaldas y un cargado maquillaje para disimular el evidente paso del tiempo.
O bien, están los solterones y las solteronas que, habiendo rebasado el medio siglo de existencia, aún siguen viviendo en la casa paterna y sostienen la misma relación semiestable con la misma pareja —habitualmente, otro chavorruco— sin aspiración a algún día establecerse juntos, y sin embargo les sigue causando la misma excitación la idea del “ligue”, de la salida nocturna, del “reventón”, la borrachera y las pláticas descriptivas de las respectivas aventuras amorosas —mismas que raramente conducen a alguna relación significativa.
Pero, mención aparte de estas imágenes grotescas e indefendibles, existen otros tipos de personas que también reciben esta denominación, pero por otras razones que —como la espada del augurio de los Thundercats— van “más allá de lo evidente”. En ese costal entrarían los hombres y mujeres de más de 35 años que se rehúsan a la “decencia” de los trajes y los zapatos de vestir, que trabajan por su cuenta —con toda la “inestabilidad” que eso implica— y que aún conservan en sus venas la suficiente dosis de rebeldía como para no alinearse a la estandarización que parecen promover los medios, las instituciones y la sociedad clasemediera urbana en México.
Porque ese es, desde mi punto de vista, el meollo del asunto: la idea de que la rebeldía, la consciencia social, el rechazo a los valores tradicionales —familia, religión, matrimonio, consumo y aspiración al estilo de vida burgués—, y los signos visibles de esta especie de resistencia pacífica —los jeans, el tatuaje, las barbas, los piercings, la cola de caballo, las minis, la playera o el tinte de pelo—, corresponden de modo exclusivo a la adolescencia, ya que al entrar a la edad adulta se espera que uno “siente cabeza” y se integre a los procesos y mecanismos estándar de la sociedad mexicana.
¿Qué motiva a los chavorrucos y las chavorrucas a esta especie de resistencia a la idea de envejecer? Quizá las razones sean tantas como las personas que pueden asumir esta denominación, pero entre ellas se pueden a contar al síndrome de Peter Pan, un fenómeno descrito en la psicología popular que se refiere a “la incapacidad de crecer o de involucrarse en comportamientos asociados con la adultez” y que tiene como símbolo al siniestro —ahora sabemos que lo era— Michael Jackson; también existen parafilias sexuales llamadas adolescentismo o juvenilismo: la compulsión de vestirse como jovencitos y obtener cierta gratifiación sexual en ello.
También, sin duda, está la gerontofobia o miedo patológico a envejecer, y la necesidad interna de reafirmación de la propia valía a través de la preservación artificial de la edad de plenitud reproductiva: en otras palabras, uno “se disfraza” de un hombre o una mujer más jóvenes para resultar más atractivos.
Pero hay otra cara más positiva en esta moneda. Ésta tiene que ver con el poner en tela de juicio aquello que, líneas arriba, se expresó como “los comportamientos asociados con la adultez”. Y es que, ¿en verdad al cumplir cierta edad uno debe renunciar a ciertas actitudes y actividades, y asumir otras que son socialmente bien vistas, productivas, prudentes y mesuradas? ¿Y esto debe necesariamente reflejarse en un estilo conservador en el guardarropa y en la imagen que nos refleja el espejo?¿En verdad es sensato u obligatorio “dar el señorazo”, engordar, descuidar la apariencia, adoptar una actitud conformista y un corte de pelo sobrio y práctico que no nos quite mucho tiempo para dedicarnos a “lo realmente importante”, que es la familia, los hijos y ser un ente productivo?
Yo no creo que sea así. Si bien una práctica de salud mental es la asunción de la propia edad y etapa de vida, y la aceptación de las consecuencias físicas que esto genera, coincido en parte con el adagio que afirma que “la edad está en la mente”. Y no se trata de objetos simbólicos de cierto estatus, como las motocicletas o las minifaldas, o del uso de recursos cosméticos —tintes, maquillajes, cremas, cirugías— para fingir una “eterna juventud”. Por el contrario, creo que se trata de combinar con gracia y elegancia las canas y las arrugas con una pequeña desobediencia ante el conformismo y la estandarización de la sociedad urbana tradicional.
Hay una canción de la banda británica Jethro Tull que habla de un rockero que ha dejado atrás sus años de gloria pero aún conserva su pelo largo, su motocicleta Harley-Davidson y su actitud contestataria, mientras todos sus amigos han vendido sus almas por unos cuantos dólares y “están en la prisión de un matrimonio con tres hijos”.
Demasiado viejos para rocanrrolear, dice esta canción, y demasiado jóvenes para morir: algo así sucede con algunos chavorrucos que dejaron pasar el tren que les ofrecía la probada fórmula del matrimonio tradicional, de la abnegación materna y paterna, del autosacrificio en pos de una educación privada para los hijos y de un automóvil último modelo comprado a mensualidades, del uniforme preautorizado del adulto y de la responsabilidad, la estabilidad y la paciencia que se desliza suave y confortablemente hacia la vejez y la muerte.
Quiero finalizar con un ejemplo que me parece admirable: a una edad en la que muchas personas apenas tienen ánimos de vivir y trabajosamente pueden salir solos o dejar de hablar de sus achaques físicos, músicos como Roger Waters o Mick Jagger aún salen al escenario —luciendo músculos entonados bajo entalladas playeras— a protestar, a cuestionar, a incitar a una rebelión del pensamiento.
¿Demasiado viejos para rocanrrolear? Honestamente, no lo creo…