Siendo éste un espacio digital dedicado a la creatividad y la inspiración, con frecuencia citamos a la imaginación como una de las más grandes capacidades humanas, pues lo mismo nos permite tener ideas originales, crear hermosas obras artísticas y esbozar útiles objetos que hacen la vida más sencilla, que trazar metas profesionales o personales y planear momentos trascendentes como un viaje a la India, el encuentro con el amor o la procreación de un hijo. Pero, ¿qué pasa cuando la imaginación se desborda y alcanza niveles patológicos que paralizan al sujeto y entorpecen la cristalización de sus sueños?
Pongamos un poco de contexto: de niños o jóvenes, los seres humanos somos muy proclives a imaginar situaciones futuras —como el famoso “De grande voy a ser…”— y otras que pueden ser ficticias —¿quién no jugó a ser agente secreto, doctora, astronauta, policía o caballero medieval?—, idílicas o hasta románticas. Esta actividad, normal hasta cierto punto, además de ser lúdica y necesaria, nos da una guía para decidir sobre nuestra propia vida y, al crecer, se convierte en el combustible que nos permite diseñar, proyectar, innovar crear y hasta emprender negocios o proyectos que partieron de “un sueño”.
Pero cuando de adultos pasamos demasiado tiempo imaginando situaciones y adelantándonos a futuros sucesos que quizá nunca tendrán lugar, puede suceder que estemos tan enfrascados en nuestra ensoñación que olvidemos que para que ésta se haga realidad hay que trabajar y llevar a cabo ciertas cosas, o bien, que configuremos nuestras fantasías con tanto detalle y vividez que cuando finalmente el suceso se presenta terminamos decepcionados o frustrados porque la realidad nunca es tan brillante ni hermosa como la que imaginamos.
A este fenómeno se le llama “ensoñación excesiva”, una traducción del término en inglés maladaptative daydreaming, que fue acuñado en 2002 por la psicóloga israelí Eli Somer, de la Universidad de Haifa. A grandes rasgos, este trastorno consiste en una conducta repetida de ensoñación que resulta intensa, detallada, vívida, sumamente elaborada y duradera, la cual dura varias horas al día y puede prolongarse por años, como si fuera un serie de TV, lo cual genera una distracción total del entorno y de las situaciones reales que se están viviendo.
Todo eso conduce a un estado en el que se dejan de lado las actividades sociales, pues las fantasías son más gratificantes; se pierde la capacidad de concentración, lo que repercute negativamente en el trabajo, los pasatiempos y otras actividades; se perciben sentimiento de culpa y vergüenza, ya sea por el tiempo invertido en las fantasías o por la naturaleza de éstas, y se llega al punto en que esta conducta es compulsiva, incontrolable y casi adictiva.
Los estudiosos del tema han hallado que quienes tienen el tipo de personalidad que tiende a la fantasía —Fantasy Prone Personality (FPP) en inglés, aunque esto se refiere más bien a la incapacidad de distinguir la ensoñación de la realidad— sufren trastornos de ansiedad o depresión, y el daydreaming es una manera de lidiar con ellos o de evadir las emociones negativas, aunque también se cita como causa el Trastorno de Déficit de Atención con Hiperactividad (TDAH).
Ahora, he de confesar que la razón de que haya escrito este artículo es que he descubierto que yo mismo tengo esa tendencia; no a niveles patológicos, quizá, pero sí con mucha frecuencia, intensidad y detalle. Imagino, por ejemplo, que un día viviré en una espaciosa casa en un pueblo mágico morelense y que con frecuencia me visitarán mis amigos: fantaseo con las situaciones, la música en el fondo, la comida y la bebida que les ofreceré, los diálogos, sus reacciones y, desde luego, con la felicidad que me dará todo ello. Y en otras etapas he recurrido a las fantasías —con lujo de detalles— de ser un escritor famoso, el dueño de una empresa, un baterista consumado que deja boquiabierta a la audiencia o el conductor de un exitoso programa de radio.
Mi psicoanalista decía que la medida de la salud mental de una persona estriba en su capacidad de dialogar con la realidad. Entonces, cuando te das cuenta de que, si bien nada malo hay en el sano ejercicio de la imaginación, has pasado décadas escabulléndote de una realidad que te parece árida e infeliz, y refugiándote en escenarios fantásticos que al final te dejan abatido —pues, aunque te reconfortan momentáneamente, jamás tienen lugar o no cumplen con tus altísimas expectativas—, tal vez sea momento de apagar tu “Netflix mental”, salir al mundo y contemplarlo, no con la mente, sino con los ojos bien abiertos…