Todo empezó en los campos de batalla. Ahí, entre el descomunal ruido y los estallidos de la pólvora, el plomo, el peso de miles de botas y el griterío de dos bandos que se disputan palmos de terreno a costa de la sangre y de la vida. El alcance de la voz de un general, incluso la más potente, se veía simplemente nulificada. Por ello, los ejércitos emplearon el claro y fuerte sonido de la trompeta para transmitir órdenes a los batallones, y el marcial golpeteo del tambor para ayudar, con sus redobles, a mantener una marcha constante y un avance ordenado de las filas. Desde ahí, la función de las percusiones ha sido la de marcar el ritmo haciendo evidente los intervalos; el paso del tiempo en espacios útiles para la milicia, primero, y para la música después.
Estos tambores consistían en cueros tensados en un bastidor de metal redondo, con un vaso de madera que ayudaba a intensificar y propagar el sonido. Se construyeron de diversos diámetros y longitudes, para dar distintos timbres y profundidades al sonido. Y, del campo de guerra, el noble tambor pasó a la orquesta militar, y de ahí a la música de concierto, donde se transformó en los enormes timbales y en las tamboras que enfatizan el dramatismo y la marcialidad de las sinfonías, prácticamente desde la conformación de la orquesta.
Demos ahora un salto hacia principios del siglo XX, y al sur de los Estados Unidos. En los estados del delta del Mississippi, existe una fuerte ebullición musical: las orquestas y los conjuntos de jazz y dixieland iluminan la noche con sus síncopas y sus ritmos bailables de raíces negras. A veces, los lugares donde se presentan son pequeños, clandestinos quizá, y no hay espacio para que convivan distintos percusionistas, uno con un tambor al cinto, otro con platillos y otro tocando un bombo con su baquetón. Quizá tampoco haya dinero para pagar a cada uno, así que a algún hombre-orquesta se le ocurre montar estas distintas piezas en atriles y, luego de entrenar su coordinación motora para llevar ritmos distintos en cada uno de sus brazos y piernas, se propone tocarlos todos al mismo tiempo. Así nació el drum kit, o la batería, como la conocemos en español.
De inmediato, nace la posibilidad de acentuar con percusiones el compás de la música marida a la perfección con la euforia del jazz, y aparecen los primeros bateristas, de los que —por desdicha— desconocemos sus nombres. Al tambor militar se le añade un entramado metálico que enriquece su sonido; así surge el snare drum, o tarola, montado en un soporte para ser tocado con la mano izquierda, emulando a su abuelo, el tambor militar. Al bombo —de grandes dimensiones— se le implementa un pedal para poder tocarlo con el pie derecho, y a alguien se le ocurre atornillar los dos platillos de la orquesta a un mecanismo que se acciona con el pie izquierdo: abierto, suena como un splash; cerrado, como un seseo que marca el tiempo como un segundero; así nace el contratiempo o hi-hat. Otros platillos y otros tambores se fueron añadiendo al aire y al piso de esta batería primigenia, y el instrumento ganaba notoriedad y sonoridad.
Para la década de los treinta, la batería ya contaba con su configuración actual: bombo, tarola, tom de aire y tom de piso —el llamado four-piece kit—, más el contratiempo y dos platillos: uno de punteo, más amplio y robusto —ride— y uno de remate, delgado y sonoro —crash. Y, en este momento del recorrido, es necesario rendir homenaje al verdadero pionero del baterista como lo conocemos hoy: el legendario —y, por desgracia, casi olvidado— Gene Krupa, que enloquecía a la multitud que noche a noche se congregaba en el Savoy Ballroom de Harlem, Nueva York, con un estilo frenético y desenfadado que contrastaba con la figura hierática de los percusionistas de entonces.
Gene Krupa ganó fama por ser el primer baterista en convertir la ejecución del instrumento en un espectáculo visual: aun con su elegante traje de dos piezas, su pelo corto y su impecable corbata, Krupa asemejaba una deidad de ocho brazos, desplegando una velocidad y una precisión nunca antes vistas, amén de una expresividad casi teatral en la interpretación. Por primera vez, un baterista se animaba a tomar el escenario y a demostrar que un instrumento considerado de acompañamiento también podía servir para el lucimiento del músico y para convocar la euforia de los bailarines de jazz y twist que dejaban la vida entre sudores en la pista de baile del Savoy. Además, el hiperactivo Gene tiene el honor de haber hecho la primera grabación de un solo de batería.
El estilo de Krupa fue retomado, años más tarde —y, hay que decirlo, sin reconocimiento— por bateristas ingleses como John Bonham (Led Zeppelin) y, sobre todo, por Keith Moon (The Who), quien le debe mucho de su estilo demencial, estrambótico y sobreactuado al momento de tomar las baquetas —o, incluso, de dinamitar su batería en pleno escenario. Con la llegada del rock, y la fama mundial de Ringo Starr en la batería de The Beatles, el instrumento se hizo de un lugar inamovible en el imaginario popular y musical del siglo XX, y lo que va del siglo XXI. Hoy día, es posible admirar baterías con decenas de toms, como las de Terry Bozzio (UK); con varios sets concéntricos, como la de Neil Peart (Rush), o con tambores electrónicos y “customizados”, alineados según una supuesta geometría sagrada, como la de Danny Carey (Tool). Pero, a pesar de todas sus sofisticaciones, cualquiera puede dar fe de que una batería —hasta la mía, que me observa mientras escribo estas líneas— nunca niega su bélico origen y, al sonar, es capaz de despertar hasta a los antiguos dioses de la guerra…