A Chloe, Medea, Nuvola e Iris.
Lo sé. Si uno tiene un perro que de pronto no puede caminar, lo lógico es llevarlo al médico veterinario para ver qué sucede y, de ser posible, intentar que lo curen y rehabiliten; pero también sé que los dueños de mascotas tienen algo más que lógica. No hablo de un presentimiento, sino de una “conciencia” nacida y desarrollada a través de la diaria convivencia con ellos. Aunque pertenezcan a otra especie, uno los comprende, los entiende, logra establecer comunicación con los animlaes.
Hace poco vi que la hija de mi ex pareja italiana publicó en Facebook una foto de una de sus perritas Chihuahua cubierta con vendas casi de pies a cabeza y con la siguiente descripción: “Esperando al lunes para cirugía. Mi Chloe es una guerrera”. Yo sé bien que dicha raza es frágil e imaginé varias posibles razones por las que el animalito pudiera encontrarse en tal estado —eso sí: conociéndola, eliminé la posibilidad de un maltrato por parte de su “mamá humana”. Bastó entonces preguntar para saber: “Un roce entre vértebras, que provoca que Chloe apenas pueda sostenerse en pie”. La preocupación por el éxito de la operación ahora existía para todos sus familiares y amigos; por fortuna, al momento de escribir esto Chloe ya salió avante de una intervención de cuatro horas y tiene por delante dos meses de reposo.
Hace años, viviendo aún en Italia, también me tocó a mí. Teníamos dos gatas: Medea, la mayor, y Nuvola,[1] de pocos meses de edad. Ambas adoptadas. Mientras Medea, enorme y sana —salvo por una herida permanente en el ojo derecho, que de pronto sangraba un poco— convivía con cualquier ser que llegara de visita, Nuvola era enfermiza y “casi invisible”, por lo que era frecuente estar en casa con la primera siempre a la vista y la segunda oculta la mayor parte del día, muchas veces en lugares impensables.
Me di cuenta de que algo andaba mal cuando Medea se detuvo en cuatro patas frente a mí, me miró fijo de frente y maulló[2] de una forma que, lo supe de inmediato, significaba “Sígueme, algo anda mal, es urgente”.
Era lo más natural entenderla, hacerle caso. Con el tiempo había aprendido que Medea podía comunicarse de forma muy clara con nosotros. No hablo sólo de actitudes y su interpretación —la posición de su lomo, orejas o cola; lo erizado o no de su pelo, la calidad de su maullido, la apertura de sus ojos—, sino de mensajes más complejos, como cuando defecaba en el centro de la sala si habíamos osado irnos de vacaciones, para decirnos: “Bienvenidos, pero allí les dejo un regalito por haberme abandonado”; así, también, se subía al marco de la ventana de nuestro cuarto para arrojarse sobre nosotros por la mañana —Medea pesaba más de siete kilos sin ser obesa; ya pueden imaginar su tamaño— si Nuvola “nos acusaba con ella” porque no había logrado despertarnos para que les diéramos el desayuno; y cómo olvidar su forma tan especial de pedirme que le regalara un trocito —mejor dos y, si se puede, tres o más— de mozzarella, de jitomate o de aceituna. Hasta eso: toda una buongustaia.[3]
Por supuesto, la seguí. Medea caminaba delante de mí y constantemente giraba la cabeza para asegurarse de que yo iba detrás. Llegamos así a la zotehuela y allí, cerca de su plato de comida, yacía Nuvola inconsciente. La tomé en brazos y su cuerpo, aún cálido pero totalmente fláccido, no respondía a ningún estímulo. Mi ex y yo nos encontramos en el hospital veterinario. Luego de recibirnos y de que ingresaran a Nuvola en un consultorio —donde no se nos permitió el acceso—, mi ex pareja me preguntó cómo es que me había dado cuenta. “Estaba trabajando cuando Medea me lo dijo“, respondí. Media hora más tarde nos avisaron que Nuvola estaba muerta desde antes de llegar al hospital, seguramente asfixiada como consecuencia de una infección pulmonar por la que ya la estábamos tratando.
El siguiente verano, al regresar de unas vacaciones, la hija de mi ex nos recibió con una nueva “nieta felina”: Iris, quien aguantó todos mis juegos y travesuras a pesar de su “naturaleza seria”; también me enseñó, de la manera más dulce, que lo más rico que hay por las mañanas es mirar la salida del sol con una taza de espresso en una mano y, recostada en el brazo libre, una gatita tricolor y ronroneante, que con su mirada me decía: “Buenos días; y ahora puedes cargarme un rato mientras tomas tu café”.
[1] En italiano significa nube y se pronuncia núvola. La llamamos así porque era completamente blanca.
[2] Al parecer, el maullido normal es un sonido que los gatos domésticos “desarrollaron” únicamente para comunicarse con nosotros, los humanos. Los nacidos en libertad jamás utilizan el miau.
[3] En italiano significa, literalmente, “gourmet o gastrónomo”; se usa para referirse a alguien que simplemente disfruta del buen comer.