Hace unos días vi un episodio de la serie de Mary Portas en el que se explicaba la importancia de generar una buena experiencia de compra para los consumidores. Casi al finalizar el capítulo, Portas pronunció una frase realmente impactante: “La zona de confort es un espacio muy chiquito para vivir en él”. Y ahí me tienen pensando cómo, a partir de esa frase, desarrollar un texto que al menos nos haga reflexionar sobre por qué la comodidad puede convertirse en una maldición.
Desde que éramos niños, o incluso bebés, queremos comernos el mundo, a veces hasta en forma literal: durante la “fase oral” descrita por Sigmund Freud, la boca es la principal zona en la que se busca el placer y es desde donde se explora el mundo, por lo menos hasta que cumplimos unos dieciocho meses de edad.
Pero en nuestra infancia y durante nuestro desarrollo, usamos también la boca para preguntar el porqué de las cosas, para desafiar los límites establecidos por nuestros padres o maestros. No hay duda de que nuestro deseo es aprender y crecer.
Tarde o temprano, sin embargo, es usual que llegue un punto en nuestras vidas en el que nos quedamos inmóviles. A veces para mal; por ejemplo, en un trabajo que no nos gusta, en una relación que no tiene futuro o en un proyecto que no nos trae satisfacción en ningún ámbito de nuestras vidas.
Y bien, ¿por qué pasa esto? En muchas ocasiones se trata, simplemente, de miedo. Susan David —autora del libro Agilidad emocional— explica que los seres humanos estamos “programados” para explorar, pero también para mantenernos a salvo; entonces, nuestros cerebros pueden confundir la seguridad con la comodidad. Ante esto, cabe preguntarnos: ¿qué es aquello que nos hace sentir cómodos? —y quizá también si es, acaso, lo mismo que nos hace sentir seguros.
El viejo adagio “Más vale viejo por conocido que nuevo por conocer” tiene todo el sentido en este respecto, pues lo “cómodo” es aquello que nos es familiar, ese lugar que al final del día nos hace pensar que estamos bien en donde estamos. Contrario a esto, lo nuevo es lo que aparece como difícil, como aquello que nos genera miedo. Normalmente, este miedo puede manifestarse como timidez, falta de asertividad, un exagerado perfeccionismo o la muy conocida postergación.
Nuestro cerebro primitivo —conocido como “reptiliano”— hace que nos comportemos como cualquier otro animal: ante el peligro es mejor huir y evitar aquello que nos amenaza. Con la evolución de nuestro cerebro y la aparición del neocórtex —área encargada del razonamiento y la toma de decisiones— se hicieron posibles nuevos comportamientos, como acercarse, evaluar el riesgo, o la curiosidad en general que nos lleva a nuevas experiencias.
Sin embargo, los impulsos simples, casi diríamos instintivos, de la parte más “arcaica” de nuestro cerebro tiene remanentes que pueden verse, por ejemplo, en el niño que se refugia en su muñeco o que abraza a su peluche favorito —lo que el psicólogo Donald Winnicott ha denominado “objetos transicionales”, aquellos que proveen cierta seguridad y que sustituyen a un objeto real; la madre, por ejemplo. Cuando somos adultos los remanentes se observan en comportamientos como no tirar a la basura esos zapatos súper cómodos, con hoyos y casi sin suela, o en usar el mismo suéter cada vez que necesitas un apapacho.
Siempre vamos a considerar menos arriesgado aquello que conocemos más. A este fenómeno se le ha llamado asequibilidad. Un estudio realizado por Teresa García Marqués y Diane Mackie en 2009 concluyó que la preferencia a lo que nos resulta familiar influye también a la hora de decidir aquello que aceptamos como realidad; suele darse más crédito a las opiniones que parecen estar más extendidas, aun cuando la fuente no sea confiable.
Sobra decir que lo asequible puede llevarnos a cometer errores, a perder el tiempo y a no llegar en realidad donde queremos estar. Mantenerse en la zona de confort no es realmente estar más tranquilo o más feliz; como decía Mark Twain —o al menos a él se le atribuye esta frase—: “Si hacemos lo que siempre hemos hecho, obtendremos lo que siempre hemos obtenido”.
Quedarnos con los “no quiero fallar” es crear un escondite para no enfrentar nuestros miedos, lo que es realmente una maldición. Por eso no es raro que muchos psicólogos digan que la única palabra que el miedo conoce es “no”: “No voy a salir con nadie más”, “No creo que nadie me contrate otra vez”, “No tiene caso”…
Cada vez que hay brechas en nuestras certidumbres, el miedo está listo para llenarlas, pero te aseguro que atreviéndote a salir de tu zona de confort, verás las muchas posibilidades que hay a tu disposición, quizá hasta las desconocidas, y eso impactará en el concepto que tienes de ti mismo.
Las únicas personas que no se sienten vulnerables, ni enojadas o ansiosas, que no llevan heridas, o que no son invadidas a veces por la tristeza, son las que no tienen pulso. Todas esas emociones son parte de la vida. Quedarnos en una relación o en un trabajo en donde no nos sentimos valorados por miedo a lo desconocido, nos quita la oportunidad de tomar y vivir todo lo nuevo que la vida nos ofrece y que merece la pena experimentar.
Desde luego, cierta dosis de estrés es prácticamente inevitable si queremos hacer algo más en la vida que quedarnos sentados, pero en este caso se trata de un estrés que te ayuda a seguir viviendo plenamente. Entonces, despabílate y recuerda que nadie nunca ha conseguido nada importante sin experimentar estrés, incomodidad o, en otras palabras, sin aventurarse en lo desconocido.