Escribo esto la primera semana de abril de 2023, cuando el mundialmente conocido logotipo del pájaro azul de Twitter —el servicio de microblogging más usado del mundo, que desde el año pasado es propiedad del controvertido magnate Elon Musk— fue sustituido por la cara de Cheems, el célebre perro Shiba al que todo “le da amsiedad” y que es el emblema de la criptomoneda Dogecoin. Ese acto arbitrario, aún sin explicación al momento que escribo estas líneas, es lo que me hace preguntarme: ¿ha llegado el momento de dejar Twitter?
Fue en mayo de 2010 cuando, socialmente presionado por mi círculo de colegas, abrí mi cuenta de Twitter. Durante años lo usé para entretenerme y como un canal para conocer gente nueva que, al parecer, se ha sentido atraída por los textos que todo este tiempo he publicado en distintos medios. Fue hasta 2017 cuando, durante mi incursión en el periodismo, empecé a sacarle provecho como el medio de información más ágil, inmediato y versátil del que podemos echar mano, especialmente después de los sismos que ese año sufrimos en México, cuando los tweets eran como aves mensajeras que llevaban y traían información, imágenes y videos, tan sólo segundos después de ocurridos los hechos.
Tras mi aventura periodística —que, dicho sea de paso, casi acaba con mi escasa salud mental—, reconfiguré mis alertas y preferencias para dejar de enterarme de las breaking news y orientarme hacia mis intereses de siempre: música, arte, letras, psicología, pensamiento, vida digital, tecnología y divulgación científica. Y todo ese tiempo logré eludir la evidente toxicidad que se respira en esa plataforma —tan usada para golpear adversarios políticos, exhibir a ciudadanos prepotentes y quejarse neuróticamente casi de cualquier cosa— gracias a una cuidadosa selección que privilegia medios e instituciones, y filtra a individuos, especialmente aquellos que, escondidos tras el anonimato, dicen improperios que difícilmente podrían pronunciar y sostener cara a cara.
Pero eso se acabó con Elon Musk. Estos días, además de la cara del simpático y angustiado can, en mi timeline han empezado a aparecer infinidad de cuentas, caras y cuerpos que jamás he elegido seguir, muchos de los cuales me son irrelevantes y otros, francamente ofensivos e irritantes. Y si digo cuerpos es por el inesperado bombardeo de imágenes de explícito contenido; no es que me asuste o que sea un monje de clausura, pero hoy Twitter violentó el último derecho digital que me tenía ahí: el de poder elegir qué ver… y qué no ver.
Mi conocimiento de la industria tecnológica, aunque incipiente, basta para no creer inocentemente que las redes sociales eran, o deberían ser, un espacio gratuito para la libre expresión: Zuckerberg, Dorsey, Musk y los otros dueños de redes sociales, ante todo, son hombres de negocios y entre sus propósitos está la generación de utilidades. Pero resulta que, a medida que nos adentramos más en la década de 2020, la experiencia en el social media es cada día peor.
Antes, uno podía saber en qué andaban los amigos y la familia, reírse con la anécdota o la ocurrencia de Fulano, o interesarse en posteos de celebridades que admiras y decides seguir. Hoy, al sumergirte en cualquier feed hallas meme tras meme, anuncios, una selfie, un anuncio con pésima ortografía, un indefendible video tipo TikTok, más anuncios que no te interesan, una mujer semidesnuda que te invita a “conocerla” suscribiéndote a su OnlyFans —o sea, otro anuncio—, críticas virulentas contra el político odiado del momento, opiniones anónimas e incendiarias sin fundamento y, apenas visibles entre todo ello, la foto de un amigo o la anécdota sincera de tu amiga que hace años no ves.
Así, la experiencia actual es como si tu restaurante de siempre cambiara de dueño y, “por cambio de administración”, al poco tiempo le cambian el nombre, suben el precio de la comida, reducen las porciones, la sazón de los alimentos es totalmente distinta, tienen la TV a todo volumen y, de pilón, te obligan a probar postres que no quieres con la idea de que te animes a comprarlos.
¿Qué hace uno en esos casos? Desde luego, dejar de ir y buscar un restaurante sustituto que convenga a tus intereses. Yendo más allá, y en estos tiempos de reactivación económica y social posteriores a la pandemia, quizá valga la pena reflexionar el papel que tiene el social media en nuestra vida personal, para dejar de concebirlo como el medio para expresarnos, relacionarnos y desfogar nuestras frustraciones, pues todo ello es una ilusión que sólo sirve para brindar información que más tarde se usará para intentar vendernos algo.
Y tú, ¿seguirás en Twitter o piensas abrir la jaula del pajarito azul para que, de una buena vez, escape y deje de alterar tus emociones con sus trinos?…