A pesar de haber sido un niño devoto con una sólida formación católica, un día me rebelé contra los dogmas de conducta y pensamiento y me declaré ateo; después me decanté por el agnosticismo, convencido de que la existencia o inexistencia de Dios y las “formas misteriosas” en que opera —si existe— son incognoscibles para el entendimiento humano. Pero aun hoy, al notar la paz interna, la confianza y la fe que distingue a los creyentes, no puedo evitar preguntarme si la religión y la espiritualidad abonan a la salud mental de quienes las practican.
De botepronto, la parte escéptica de mi conciencia diría que creer en un “amigo imaginario” omnipotente a quien puedes hacerle peticiones, en un lugar inmaterial de castigo eterno y en otro de éxtasis perpetuo, en enviados alados incorpóreos que cuidan de ti o en hombres y mujeres santificados que abogan e interceden por nosotros se parece más al autoengaño, al delirio, a la alucinación o a la fantasía que a la salud mental. Pero, al parecer, la ciencia no está muy de acuerdo con esta idea.
Un megaestudio publicado en The International Journal of Psychology and Religion, que sintetiza unas cincuenta investigaciones, concluye que las personas que participan en actividades religiosas y afirman que la espiritualidad es importante para ellos, reciben mayores beneficios a su salud mental que los participantes que no valoran la religión ni las cuestiones espirituales, según las mediciones de su estrés, bienestar y satisfacción con la vida.
Al respecto, hay que aclarar que una persona “religiosa” es aquella que se identifica con una religión organizada como el cristianismo, el islam o el judaísmo; por su parte, la “espiritualidad” es la idea de una conexión directa con un poder superior y el reconocimiento de ésta en uno mismo y los demás. Así, hay personas religiosas que también son muy espirituales del mismo modo que hay gente muy espiritual que no se suscribe a ninguna religión organizada, pero todas ellas perciben beneficios similares en lo que toca al quehacer de su mente.
En su libro The Awakened Mind, la autora Lisa Miller —quien es psicóloga de la Universidad de Columbia— reporta que la espiritualidad protege contra el desarrollo de trastornos de salud mental, pues las personas que se definen como espirituales tienen 80% menos probabilidades de desarrollar adicción a las drogas o al alcohol, 60% menos de sufrir un trastorno depresivo mayor y es 70% menos probable que tengan comportamientos riesgosos o autodestructivos.
A golpe de vista, quizá la idea de que el ojo de Dios observa tus pecados y puede castigarte con llamas eternas sirve para disuadirnos de la lujuria, la gula o las conductas pecaminosas. Pero lo que halló Miller al someter a los creyentes a resonancias magnéticas fue que durante una experiencia religiosa la parte del cerebro asociada al procesamiento sensorial y de emociones presenta menos actividad, lo cual sugiere que estos pequeños éxtasis espirituales ayudan a reducir el estrés y preservan la salud mental.
Para un escéptico resulta fácil entender que el convencimiento profundo de que existe algo muy poderoso que te cuida y tiene un plan perfecto para ti, incluso después de tu muerte, sea capaz de neutralizar la incertidumbre por el futuro y brinde la sensación —o la ilusión— de que “todo saldrá bien”. Pero sucede que en prácticas espirituales ateas como la meditación u otras derivaciones del budismo también se alcanza ese momento de claridad y sosiego.
¿Hay algo de milagroso en ello? Para nada. En cambio,el componente clave de estas experiencias espirituales fue la sensación general de que las cosas saldrán bien. Algunos hablaron de “una relación de ida y vuelta con un poder superior” y otros describieron una sensación de “unidad con el todo” al estar parados en la cima de una montaña; todos estos reportes fueron similares, sin importar la iglesia o creencia particular del individuo.
En medicina, el “efecto placebo” es el beneficio producido por un tratamiento que no puede atribuirse a las propiedades de éste, sino a la creencia del paciente en el tratamiento. Desde esa óptica, quizá estemos frente a una especie de “efecto placebo espiritual”, en el que los beneficios a la salud mental no surgen de la práctica espiritual, sino de la creencia en que mediante ella se entra en contacto con la parte absoluta, inmaterial e inexplicable del cosmos que nos conecta o alinea con la interminable sucesión de causas y de efectos.
No pretendo convencer a nadie del escepticismo ni tampoco pretendo promover la adopción de una fe religiosa o de actitudes espirituales en aras de la salud mental, pero quizá valga la pena explorar ese aspecto de nosotros que va más allá de la materia, lo concreto y de los intereses mundanos. Nuestra existencia es fugaz e incierta, y darle un sentido trascendente más allá de gozar mientras podemos y pagar las cuentas parece ser un ingrediente para transitar por este plano material en mejores términos para nuestra psique. ¿Qué opinas?…