Uno de los momentos más felices de mi infancia se produjo cuando nos expulsaron, de la escuela primero y luego únicamente del salón, a Carlos, a Edgar y a mí. En el techo del baño de hombres, que se encontraba en el patio de atrás, estaban construyendo una biblioteca. Había una montaña de grava y a algunos de nosotros, azuzados por los mayores, se nos ocurrió lanzar piedritas por encima de la malla metálica que dividía el área de la construcción de las casas de los vecinos.
Martín del Campo, que a los ocho años de edad tenía el cuerpo de un adolescente, fue quien arrojó la grava más allá de la valla metálica. El caso es que al terminar el recreo de las diez y media de la mañana, y luego de formar la fila que nos conduciría de vuelta a nuestros salones, a Edgar primero y luego a Carlos y a mí, nos separaron del grupo. En la oficina del director nos interrogaron sobre lo sucedido y sumariamente se llegó a la decisión de que nosotros éramos culpables de haber roto el cristal de una ventana de la casa de un vecino de pelo largo y pantalones de mezclilla untados al cuerpo que estaba sentado frente al escritorio del director, con un visible enfado en el rostro. El profesor Hermosillo decidió darnos un castigo ejemplar, expulsándonos de la escuela para siempre.
En el rellano de la escalera Carlos y yo nos encontramos con Edgar, quien estaba llorando y lanzaba improperios contra los directores del Liceo. Su abuelito Rommel, mejor conocido como “el lobo del desierto”, después de enterarse de la injusta expulsión, no dudaría en enviar un escuadrón de helicópteros armados con artillería pesada para dejar caer bombas sobre el inmueble escolar y un destacamento de infantería para acribillar a los profesores que hubiesen quedado vivos. Después de un rato detenidos en ese rincón, a la sombra de las ideas de venganza más desaforadas que Carlos y yo hubiéramos escuchado en nuestras vidas, nos dejaron volver al salón para que nos despidiésemos de nuestros compañeros. Interrumpimos la clase del maestro Garibay para encontrarnos con la estupefacción en el rostro de nuestros amigos. El único que no parecía tener congoja alguna era Martín del Campo —el verdadero culpable del crimen que se nos había imputado erróneamente—, pues su mamá era amiga de los directivos de la escuela, así que su reputación y su integridad se encontraban a salvo.
No tardó en expandirse el rumor de que nos habían expulsado de la escuela por haber arrojado grava contra los cristales de las ventanas de las casas de los vecinos, y de que esas eran las últimas horas de convivencia que nos quedaban en el Liceo. Lo cierto es que todo era muy confuso y los involucrados no entendíamos bien a bien qué era lo que estaba pasando, ni mucho menos qué era lo que había pasado. Al día siguiente, nuestras madres hicieron acto de presencia para hablar con el director y llegar a un acuerdo razonable: no nos expulsarían del colegio debido al expediente casi impoluto de al menos dos de nosotros, Carlos y yo, porque Edgar era una fichita con un expediente abultado en materia de reportes, riñas y conducta inapropiada desde su ingreso a la institución en el tercer año del kínder. Permaneceríamos segregados del grupo y bajo la tutela del maestro Conde, quien se encargaría de que cumpliéramos nuestra sanción y no perdiéramos la estela didáctica de nuestros demás compañeros.
Dice mi madre, a la distancia que dan los años, que lo que para mí fue uno de los meses más fecundos de mi existencia como estudiante, en realidad fueron solamente tres días, de un miércoles a un viernes, contando a partir del martes en el que se había suscitado el incidente que provocó nuestra expulsión de las aulas del colegio. Lo cierto es que durante ese lapso, luego de hacer la primera formación del día, Edgar, Carlos y yo nos separábamos del grupo: el grueso de los estudiantes, como una caravana de beduinos que subiera a duras penas un pesadísimo cargamento de útiles —la mayoría de ellos inútiles— por dos tramos inclementes de escaleras, se iba para el salón de clase, y nosotros seguíamos una ruta alternativa rumbo a la oficina del maestro Conde.
Como siempre estaba muy ocupado, Conde nos daba un manojo de hojas engrapadas a cada uno, con cuatrocientas divisiones, quinientos quebrados y doscientas cincuenta multiplicaciones. Con su voz circense de maestro de ceremonias —de hecho, a su bigotillo ya cano sobre el labio superior sólo le hacía falta la chistera, el frac encarnado, los pantalones blancos abombados y las botas negras para completar su indumentaria—, nos advertía que todo debería estar resuelto a su regreso, dentro de dos horas. Como no había sillas en ese pequeño rectángulo alfombrado, nos acomodábamos en cuclillas al lado de unas mesitas de madera que hacían las veces de nuestros escritorios y empezábamos a hacer garabatos sobre la superficie cada vez más borrosa de esos folios. Al cabo de diez minutos y luego de mirarnos a los ojos para cerciorarnos de que todo eso, en efecto, era un absurdo, sacábamos un paquete de cartas de la mochila de Edgar y nos poníamos a jugar al pócar, apostando los frijoles que nuestro compañero había guardado diligentemente en el mismo empaque. O bien, cuando se nos atrofiaban los dedos ya fuese por arrastrar el lápiz o por barajar los naipes, tomábamos una de las pelotas de volibol que guardaba Conde en alguno de los rincones de su oficina e improvisábamos un pequeño torneo, entre Carlos y Edgar o entre Edgar y yo, haciendo de salero aquel que hubiese perdido la última mano de cartas.
No bajábamos a recreo como todo el mundo, sino que esperábamos a que el patio se hubiera vaciado y, por conmiseración, el maestro Conde nos arengara diciendo: “Ándeles, chamacos de porra, vayan al patio a que les dé un poco de aire”. Entonces nos convertíamos en dueños no sólo del patio, sino del aire y del Sol de las once y media de la mañana. La sensación de libertad era absolutamente dichosa: nadie para estorbarnos en ese enorme campo de concreto en el que era casi posible tocar las nubes de un blanco algodonoso que transitaban hacia ninguna parte sobre nuestras cabezas; nadie para decirnos qué hacer con los tubos de las porterías o con los aros de los postes de basquetbol; nadie para impedirnos correr hacia donde se nos diera la gana, en persecución de nosotros mismos o de una quimera confundida con los espejismos solares de la luz del mediodía.
Como se ve, el castigo fue en realidad una bendición; no dudaría, incluso, que hubiesen sido esos días los que contribuyeron a dejar en claro el sentido último de mi vocación: no obedecer la voluntad de nadie más que la mía y hacer hasta lo imposible por encontrarme del otro lado de los barrotes de la reja, ya fuese la reja que separaba el predio de la escuela de las calles de la ciudad o las rejas imaginarias que separan a los hombres asalariados de los hombres libres.
Treinta años más tarde, sentados a la mesa de un café en el mercado de la colonia Del Valle, Carlos y yo comprendimos que había sido Edgar quien nos había involucrado en el incidente de la grava, con el que en realidad habíamos tenido muy poco o nada que ver. Y años más tarde me enteré de que había sido Edgar quien había sembrado el rumor, entre los sobrevivientes del Liceo, de que yo había muerto atropellado por una combi o un microbús —las versiones variaban— a los veinte años.