No hay modo más sencillo, directo y eficaz de enseñar que contando historias. Los grandes maestros de la humanidad lo sabían y por eso recurrían a las fábulas —que son historias fantásticas con moraleja incluida— o las anécdotas, basadas en hechos reales, o no, para ilustrar un punto que sin dicho ejemplo probablemente habría resultado incomprensible para sus discípulos.
Las historias son una herramienta didáctica tan poderosa que algunas de ellas se han incorporado a la sabiduría popular, reflejada en expresiones como “la paja en el ojo ajeno” —cristiana— o el “vaciar la taza antes de servir más té” —budista. En otros casos, dichas fábulas son conocidas sólo por un círculo de iniciados, lo cual es una lástima; por esa razón, aquí comparto tres fábulas poco difundidas, pero igualmente edificantes, de la tradición budista.
Quizás
Un día, el caballo de un granjero huyó. Al enterarse, sus vecinos no tardaron en expresar sus condolencias por tan mala fortuna. Sin embargo, el granjero sólo contestó: “¿Mala suerte? Quizás”.
A la mañana siguiente, el corcel regresó a casa acompañado por tres caballos sin dueño, de modo que los vecinos se apresuraron a felicitar al granjero por el hecho tan favorable. Este se limitó a decirles: “¿Buena suerte? Tal vez”.
No habían pasado más de dos días cuando el hijo del granjero se aventuró a tratar de domar al más bello de los potros salvajes, pero se rompió una pierna en el intento. Al recibir las expresiones de conmiseración de sus vecinos, el granjero replicó: “¿Mala suerte? Puede ser”.
Al día siguiente, llegó al pueblo una partida de soldados del emperador con el fin de reclutar a los jóvenes locales para el ejército. Al ver que el hijo del granjero se había roto una pierna, decidieron eximirlo de dicha obligación. Los vecinos alabaron la buena fortuna del hombre, quien sólo respondió: “¿Buena suerte? Quizás”.
El granjero era partidario de no emitir juicios a favor o en contra de los hechos cotidianos, que vistos desde la perspectiva inmediata podían parecer fortuitos o desafortunados, pero que en la madeja de las causas y los azares acabarían contribuyendo a un resultado muy distinto. También cabe resaltar que, si logramos mirar los hechos más allá de la apariencia superficial, podremos lograr el sano escepticismo que vemos ilustrado en este cuento: mientras sus vecinos pasan de la alegría a la desilusión y de la desesperanza al consuelo de un momento al otro, el granjero parece lograr un equilibrio emocional envidiable.
Una de las críticas más comunes a esta propuesta budista sostiene que actuar así nos convierte en seres insensibles, pero no es así. Estoy seguro de que el granjero se alegró de ver que pasó de tener un caballo perdido a una manada de éstos, o al darse cuenta de que no tendría que ver a su hijo partir a la guerra. La diferencia es que esa emoción no lo domina, pues al mismo tiempo sabe que ese evento venturoso podría ser lo opuesto. Lo mismo ocurre con los sucesos desafortunados, que no le entristecían pues él sabía que podrían contener la semilla de la esperanza en su interior.
El bien y el mal
El maestro Bankei tenía muchos discípulos. Un día, a uno de ellos lo atraparon robando y este hecho fue reportado al maestro con la petición de expulsarlo de la orden, misma que fue ignorada por Bankei.
Poco tiempo después, el mismo aprendiz fue nuevamente sorprendido en el acto de apropiarse de algo que no era suyo y otra vez se hizo la solicitud a Bankei de que el ladrón no siguiera formando parte de la comunidad; de nueva cuenta, el maestro decidió en contra de dicha petición. Finalmente, ya bastante molestos, los discípulos hicieron saber a su maestro que todos ellos se retirarían de la comunidad si no se hacía nada con respecto del ladrón. Entonces Bankei los llamó a todos para hablarles.
“Ustedes, hermanos, saben mucho”, les dijo. ”Saben distinguir entre el bien y el mal, entre las acciones correctas y las incorrectas. Si así lo desean, pueden ir a estudiar a otra parte; pero este hermano nuestro no puede siquiera distinguir entre el bien y mal. Si yo no le enseño eso, ¿quién lo va a hacer? Él se queda aunque el resto de ustedes decida irse”. Con lágrimas en los ojos, el aprendiz perdió todo deseo de robar.
Esta historia ilustra muy bien la compasión, no como un acto con el que compartimos un poco de lo que nos sobra con los desventurados que encontramos en el camino a casa, sino mirando a la otra persona como nuestro igual aunque esté necesitada de atención, enseñanza o tal vez de unas cuantas palabras gentiles para corregir su conducta. Deberíamos buscar esta actitud en vez de condenar y mandar ejecutar sin demora a quienes no están actuando correctamente, según nosotros: muchas veces es poco lo que necesitan para poder comenzar a actuar en armonía con la sociedad.
Tomar la rienda
Un día, llegó a una aldea un hombre montado a caballo, galopando velozmente. Daba la impresión de que tenía que llegar lo más pronto posible a algún lado, y que se trataba de una misión importante que debía cumplir. Entonces, uno de los aldeanos, que iba caminando a la orilla del camino, gritó al hombre a caballo: “¡Oye, ¿a dónde vas con tanta prisa?”. El hombre apenas alcanzó a responder: “No lo sé. ¡Pregúntale al caballo!”.
Después de reír con este cuento, que más bien parecería un chiste, pensemos en qué enseñanza podemos hallar en él; por ejemplo, con respecto a nuestros actos. ¿Es nuestra conducta lo que queremos que sea o es sólo la respuesta inconsciente al caballo desbocado de los hábitos, de la opinión ajena y del miedo al fracaso que nos lleva por donde no lo deseamos? ¿Será el momento de tomar la rienda de nuestra vida?