Hay gente a la que las fuerzas del destino las llevan a los lugares donde son felices; en mi caso, fueron las fuerzas telúricas las que me trajeron a la “tierra de los dueños de coyotes”, que es lo que significa el topónimo náhuatl original del sitio, pues a raíz del sismo del 19 de septiembre de 2017 me vi forzado a dejar mi departamento en la colonia Narvarte y migrar hacia el sur. Desde entonces, he disfrutado mi estancia recorriendo sus calles y los barrios originarios de esta alcaldía, y así me he enterado de las muchas personalidades de la historia y la cultura de México que han vivido en Coyoacán… además de Frida y Diego.
Y es que la enorme —y, a veces, exagerada— fama de la pintora de las cejas pobladas y los autorretratos dolorosos, y de su muralista marido, han eclipsado a una serie de hombres y mujeres que, desde el siglo XVI, han hecho de Coyoacán un sitio cómplice y de refugio para escritores, pintores, actores y políticos, empezando por el conquistador Hernán Cortés, quien recién terminada la Conquista decidió establecerse “en Cuyoacán”, como le denomina en sus Cartas de relación. A la fecha, el antiquísimo edificio conocido como Palacio de Cortés es la sede del gobierno de la alcaldía.
Fue el propio Cortés, se dice, quien mandó edificar la Iglesia de San Juan Bautista —el extremeño, al parecer, era muy devoto de este santo—, la cual preside el panorama desde el actual Centro Histórico de Coyoacán. Del mismo modo, mandó construir iglesias y capillas en los antiguos calpulli mexicas de los alrededores, con lo que dio inicio a la la fundación de los actuales barrios coyoacanenses: además de la Villa de Coyoacán, Santa Catarina, La Concepción, San Francisco, el Niño Jesús, Los Reyes, La Candelaria y San Diego, entre muchos otros.
Si uno ingresa a Coyoacán desde el poniente, se encuentra primero con el Barrio de Santa Catarina. Y en la calle que lleva su nombre vivió el poeta, ensayista e historiador Salvador Novo, quien despachaba sus asuntos como miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y cronista de la Ciudad de México en un estudio que actualmente tiene vista a los patios del Museo Nacional de la Acuarela, fundado por el pintor Alfredo Guati Rojo.
En la misma calle, en una finca llamada La Escondida, vivió Dolores del Río, la “eximia actriz mexicana y gloria nacional”, como reza una placa en la entrada de dicha mansión. Y en la esquina con la hermosa avenida Francisco Sosa, se levanta una imponente casona del siglo XVIII conocida como Casa Alvarado, en la que erróneamente se cree que vivió el conquistador Pedro de Alvarado. Quien sí vivió ahí, e incluso falleció en ese lugar, fue el poeta, diplomático, ensayista y Premio Nobel mexicano, Octavio Paz. Actualmente, la casa es la sede de la Fonoteca Nacional.
Por esos rumbos, también, en algún tiempo vivió el presidente Miguel de la Madrid Hurtado. Al caminar sobre Francisco Sosa, uno se topa con la calle de Ignacio Zaragoza; ahí, al doblar a la derecha, es fácil distinguir el pétreo perfil de la Casa-Fuerte de Emilio “el Indio” Fernández, una de las glorias del Cine de Oro de México. En estos días, el inmueble se renta para bazares y eventos, y durante la época de Día de Muertos alberga obras de teatro y visitas nocturnas, alimentadas por la leyenda de que don Emilio aún anda vagando por ahí.
La calle sobre la que se encuentra la “casa del Indio” se llama Dulce Olivia, y hay una razón para ello: fue el propio Fernández quien la bautizó así, en honor a la hermosísima actriz estadounidense Olivia de Havilland, de la quien se dice que estaba enamorado. En esa misma calle de nombre romántico vivió el pintor y diseñador español Vicente Rojo, uno de los pioneros del diseño gráfico en México y autor de notables lienzos de corte abstracto. Por ahí, en ese mismo barrio, en la calle de Tata Vasco, vivió y murió el escritor Salvador Elizondo, una de las plumas más innovadoras de la literatura mexicana de su tiempo.
En el otro extremo del barrio de Santa Catarina, en una de esas callecitas que sólo conocen los lugareños y se llama Xochicaltitla, tuvieron su casa-estudio dos brillantes artistas plásticos: la primera fue Aurora Reyes, aguerrida mujer reconocida como la primera muralista mexicana, cuyas cenizas descansan en su casa debajo de una magnolia que ella misma plantó; y el otro es Pablo O’Higgins, muralista de origen estadounidense que trabajó al lado de Rivera y de Orozco y realizó otras importantes obras en edificios públicos mexicanos.
Al cruzar la atestada avenida Miguel Ángel de Quevedo, nos encontramos primero con el Cuadrante de San Francisco, una de las colonias más antiguas de la ciudad; a su lado está el Barrio del Niño Jesús, que —además de contar con una capilla que es como un relicario barroco— en el pasado fue el hogar del fotógrafo Manuel Álvarez Bravo; se ha anunciado que esta casa estudio, ubicada en la calle de Espíritu Santo, pronto abrirá al público como un museo.
La lista podría prolongarse de forma indefinida, pero es momento de cerrar el texto, no sin antes mencionar a un personaje que llegó exiliado a nuestro país debido a la persecución política que sufrió a manos del dictador soviético José Stalin; me refiero, desde luego, a León Trotsky, quien gracias a los buenos oficios diplomáticos de su amigo Diego Rivera llegó al México en calidad de refugiado y, tras haber vivido en la famosa “Casa Azul”, se mudó a una vivienda en la calle de Viena, en la colonia Del Carmen —así llamada no por la Virgen del Carmen, sino por doña Carmen Romero Rubio, esposa del presidente Porfirio Díaz—; en dicho recinto fue asesinado por un militante comunista enviado por Stalin, y es ahí donde hoy en día se encuentra el museo que lleva su nombre y al que se tiene acceso por la lateral de Río Churubusco.
Decía Salvador Novo que la historia de Coyoacán, dolorosamente, empieza cuando termina la de México-Tenochtitlan. Y sí: casi sin proponérnoslo, recorrimos quinientos años de historia, desde que Cortés estableció el primer gobierno de la Nueva España hasta hoy, cuando otros políticos, otras actrices, otros escritores y nuevos pintores coyoacanenses ponen su grano de arena en la leyenda de esta tierra de coyotes, de casonas, de calles empedradas, iglesias y oscuros callejones, donde entre árboles, ardillas y el olor a café miles de personas despiertan, corren, trabajan y viven a diario historias de amor… y de desventura.