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Hablar con extraños

Hablar con extraños
Carla María Durán Ugalde

Carla María Durán Ugalde

Andanzas

“No hablen con extraños”, nos aconsejaba nuestra bienintencionada madre cuando éramos niños, fomentando así el miedo hacia los desconocidos. Aunque, con el tiempo, a través de la infinita sucesión de encuentros y desencuentros, la vida nos pone frente a una aporía: si no es abriéndole las puertas al extraño, ¿cómo nos enteraríamos del otroyde lo otro?, ¿cómo lo convertiríamos en amigo o rival? En realidad, sólo incumpliendo la recomendación materna podemos liberar a los demás del anonimato.

¿Quién no recuerda al amigo que conoció en el área de juegos de un restaurante? No iban en la misma escuela, sus padres no se conocían entre sí, era algo improbable, pero se conocieron un domingo por la tarde. Después de ese día no volvieron a verse; sin embargo, por algunas horas, un extraño se convirtió en un amigo. Sólo hizo falta la complicidad, preguntar su nombre y saber si quería jugar.

El anterior es un ejemplo de la perfecta relación con el extraño, una interacción honesta y feliz, a pesar de su fugacidad. Entonces, hacer del transporte público el área de juegos de la infancia significaría atreverse a hablar con el extraño que encontráramos agradable y, de este modo, hacer el camino a casa o al trabajo un poco menos tedioso. Como sucedió en aquel episodio de la niñez, es probable que no volvamos a coincidir con dicha persona, pero nos quedaremos con el grato perfume de una conversación al aire que amenizó algún momento de nuestro día. Además, con esta simple interacción podemos tener una “probadita” del sabor de la vida cuando ésta se degusta desde el paladar del otro.

Encontré a una desconocida que pasaba por lo mismo que yo en el centro histórico de Querétaro durante un concierto de mariachi. Aún sintiéndome bastante fuereña, en ese momento me dio por corear: “Ay, mi Querétaro lindo, te llevo en el corazón”. A mi lado, una mujer también cantaba con bastante emoción. Me dio por preguntarle si era queretana y me respondió que no: “Hago mi vida aquí desde hace diez años, pero no”. Con esas palabras, mi voz quedó identificada con el mismo timbre que la suya; supe entonces que no era la única en tal situación y que podía estrechar mi existencia con esa ciudad, como ella lo había hecho.

En otras latitudes conocí a un hombre feliz. Yo tenía quince años, me fijé en él porque su cabello verde desentonaba con el de los demás. Alcancé a ver que algo hacía con las manos. Me acerqué acompañada de una amiga; él metía las manos a una cubeta con jabón y, de entre sus dedos, soplando, hacía burbujas. Parecía magia. Nos quedamos mirándolo un rato hasta que nos invitó a enjabonarnos las manos. Inocentemente pensamos que nos cobraría algo, pero cuando preguntamos por el precio nos dijo que era gratis, que si salía a hacer burbujas con la gente los domingos era porque le parecía bonito. Y realmente lo era: le daba un sabor de fiesta a la calle. A mi amiga y a mí nos regañaron por llegar tarde ese día, pero el gusto de hacer burbujas con alguien que creía que eso era felicidad no nos lo quitó nadie.

No recuerdo el nombre de estas personas, aunque sí me lo dijeron. Se quedaron como los amigos del área de juegos: cómplices de un rato placentero, pero sin perder su calidad de extraños. Me causa alivio pensar que, al otro lado del mar, hay alguien haciendo burbujas para convertir cualquier día en una fiesta; también saber que, en la misma ciudad donde me encuentro, una persona siente nostalgia por otro lugar, pero se deja enamorar por su nueva residencia; o que cerca del tobogán y los columpios me espera un excelente compañero de juegos. A pesar de los entrañables momentos compartidos, siempre quedará el deseo por reencontrarse con ellos.

Pasar de estas relaciones momentáneas a conocer realmente a alguien nuevo supone una gran distancia. Todos nuestros amigos en un principio fueron extraños presentados por algún amigo en común, o responden a circunstancias en las que no quedaba más opción que convivir. Tales casos parecen más seguros que el decidirse a hablar con alguien en la plaza o en las calles de otro país, pero cabe considerar que de la interacción continua también pueden surgir personas que nos desagradan.

Cuando le presentamos un amigo a otro amigo, existen al menos dos posibilidades: se entienden a la perfección y luego se vuelven más cercanos entre sí que con uno; o las cosas empiezan medianamente bien y después, por una u otra razón, se acaban llevando muy mal. Es el riesgo de las relaciones humanas: son difíciles e impredecibles por definición. El trato constante cambia nuestras impresiones iniciales, y así queda negado el gusto de la única primera impresión que ofrecen los desconocidos. Aventurarse a hablar con un extraño podría obsequiarnos unos minutos o unas horas felices.

Desobedecer la advertencia de mamá y decidir hablar con un desconocido deriva en darnos cuenta de que hay gente fabulosa suelta en las calles. No es necesario esperar a que un amigo en común nos una con el rostro de algún desconocido; basta con animarse a hablar con las mismas sinceras ganas que un par de niños que juegan juntos por primera y única vez. Sin embargo, tampoco debemos olvidar que, así como hubo un niño anónimo que estuvo de acuerdo con no ser el Power Ranger rojo para evitar discusiones, hubo otro niño desconocido que prefirió empujar y pegar a jugar civilizadamente. Como recuerdo a la señora del concierto de mariachi, recuerdo a la que se robó el asiento de mi tía en una presentación de flamenco. Hablar con un desconocido es un juego de azar, ciertamente, pero cuando el azar nos entrega los ases, entonces esa jugada magistral se queda con nosotros para siempre.

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