Historias de fantasmas

Historias de fantasmas
Josué Ortega Zepeda

Josué Ortega Zepeda

Andanzas

¡Oh! Si no me fuera vedado manifestar los secretos de la prisión que habito, pudiera decirte cosas que la menor de ellas bastaría para despedazar tu corazón, helar tu sangre juvenil, tus ojos, inflamados como estrellas, saltar de sus órbitas
Hamlet,William Shakespeare

Hace unos días —mediados de septiembre—, a razón de las fiestas patrias decidí ver por enésima vez Coco, de Pixar. La elección parecerá desfasada pues, como todo el mundo sabe, el mencionado filme se asocia con el Día de muertos y no con el aniversario de nuestra independencia. A mi favor argumentaré que la elección se debió a que, en una opinión muy personal, creo que Coco logra reflejar fiel y respetuosamente muchos de los aspectos que nos hacen mexicanos; entre ellos, las historias de fantasmas.

¿Qué habitante de esta bendita patria —a la que Salvador Dalí se refirió como más surrealista que sus propias pinturas— no ha asistido a una pachanga familiar que, después del clásico repertorio de chistes colorados, concluye con las obligadas y escalofriantes historias de fantasmas?

La casa de mis difuntos abuelos maternos, ubicada muy cerca del barrio de Portales, en la Ciudad de México, fue y continúa siendo escenario para esos familiares y nocturnos relatos sobre espíritus chocarreros. Debo sincerarme y decir a la lectora y al lector que me considero agnóstico para este tipo de temas; no obstante, eso no significa que no disfrute la maestría con la que estos apóstoles de lo paranormal narran sus crónicas. Mi tío Roberto, hermano de mi madre, es estupendo para este tipo de relatos.

Alguna vez nos compartió la anécdota de una pariente que, en medio de una fiesta y en un perdido rincón de la casona, se topó con un anciano que le insistía: “¡El dinero está en la pared!” Sin prestar mucha atención al evento, días después, la susodicha descubrió en una foto muy antigua que, el anciano de la fiesta, ¡era nada más y nada menos que su tatarabuelo!

¿El fantasma del tatarabuelo?

En mi caso, reconozco que alguna vez creí ver cosas inexplicables o escuchar nítidamente cómo, entre las dos y las tres de la mañana, alguien tocaba desesperadamente la puerta del cuarto que mi hermano y yo compartíamos; después de verificar, no encontramos a nadie afuera. Desde luego, mi mente racional siempre le daba una explicación lógica a esos eventos —“una broma pesada de papá, alucinaciones…”— y enseguida regresaba la tranquilidad. No obstante, incrédulo como ya dije que soy, debo confesar y reconocer que sólo una vez viví, en carne propia, un evento cuya explicación racional nunca pude encontrar…

Estábamos mis hermanos, mis papás y yo sentados a la mesa del comedor, en medio de una apasionada plática en la ya mencionada casa de mis abuelos. Aún no anochecía, así que había demasiada luz como para que las sombras nos hicieran una mala jugada visual. De pronto, a unos pasos de donde estábamos, una palmera de tallo delgado que llegaba hasta el techo y se encontraba en una maceta se inclinó con mucha lentitud hasta el suelo y, precipitadamente, regresó a la vertical tras agitarse durante muchos segundos. Es pertinente mencionar que no había ninguna corriente de aire, y que los cinco testigos confirmamos haber presenciado la misma cosa…

... la palmera se inclinó hasta el suelo...

Al respecto y para concluir, me gustaría expresar una opinión muy personal: es un hecho que como raza no hemos alcanzado el culmen de nuestro conocimiento y que nuestro avance tecnológico, por sorprendente que nos parezca, no es suficiente para desentrañar todos los misterios del universo; no obstante, sobran las personas que niegan ciertos fenómenos sólo porque hasta ahora son inexplicables para nuestra limitada ciencia.

Una cosa es negar la explicación popular de ciertos fenómenos —posesión demoniaca, telepatía, fantasmas, etcétera— y otra muy diferente negar la existencia de esos mismos fenómenos. Pienso que es como decir: “Los supersticiosos creen que el rayo es un dios; nosotros, seres racionales, sabemos que los dioses no existen. Por lo tanto, los rayos tampoco existen”.

Como siempre, la lectora y el lector tendrán la última palabra al respecto.

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