Irene Patricia Lozano Cárdenas
Cada sabor nuevo comienza con una idea. Una idea que debe ir creciendo en la mente, tomando forma cuando va evocando en la memoria antiguos sabores que, al sentirse destacados, coquetean entre ellos para lograr el acercamiento que les permita combinarse y, al final, hacer nacer uno nuevo.
¿A qué sabe el chocolate? ¿A qué sabe la mandarina? ¿Cómo sabrían juntos? ¿Predominaría la sensualidad de él o la frescura de ella? Las imágenes de los sabores se entrelazan provocando el involucramiento de otros sentidos. Y así, la aventura inicia.
Hay un dato interesante: a lo largo de nuestra vida, todos dedicamos entre siete y ocho años a actividades relacionadas con la comida. Y ya que es tanto tiempo, ¿por qué no ocupar un poco de éste en la experimentación y la conquista de nuevas experiencias, involucrando al gusto y provocando placer?
Todo inicia porque nosotros, los seres humanos, preparamos nuestros alimentos. El resto de los seres vivos comen lo que la naturaleza les ofrece, y una de las principales explicaciones del crecimiento y desarrollo cerebral deriva de nuestra capacidad de procesar y transformar los alimentos seleccionando los nutrimentos, las texturas y, por supuesto, los sabores que nos deleitan.
La comida nos emociona: tan sólo tres segundos después de que la probamos, nuestros cerebros alcanzan valores de activación notables; además, cuando vemos el alimento y cuando lo probamos se presentan distintos valores de activación emocional, y de ahí nace la preferencia de unos sobre otros.
Como ocurre con el sexo o la música, la imaginación juega un importante papel al estimular el sentido del gusto, y nuestro cerebro no es conservador, pues manifiesta una respuesta emocional positiva a los sabores que no conoce.
Según un consenso científico, nuestras papilas gustativas son capaces de detectar cinco gustos básicos: dulce, salado, amargo, ácido y umami —que se refiere a lo sabroso. Pero, además, se conoce un cierto número de sensaciones gustativas adicionales como el picante, el calcio, la grasa o el gusto metálico, entre otras.
Combinando los ingredientes en la imaginación y luego con el gusto, las sensaciones gustativas y el olfato, podemos obtener resultados prácticamente ilimitados. Pero crear sabores que emocionen y sean memorables es un arte en sí. Con esto en mente, consideremos varias ideas básicas que se pueden usar en la búsqueda creativa de nuevos sabores:
- Permite el despertar de tus sentidos. Huele todo y prueba todo: así es cómo descubrimos el mundo, desde nuestro nacimiento.
- Busca el equilibrio. Los elementos e ingredientes que integran un nuevo sabor tienen que guardar un equilibrio y una proporción, para que las sensaciones que produce sean armónicas y deliciosas. Así, se deben considerar: la proporción y el orden en que se disponen los ingredientes; la técnica que va a usarse —no es lo mismo freír, asar o ahumar que hacer una espuma para provocar sabores—; combinar opuestos que se equilibran en el paladar, por eso a la salsa de tomate —que es ácida— se le pone un poco de azúcar, o a las fresas les va muy bien una reducción de vino dulce.
- No satures el paladar. Los sabores muy semejantes no funcionan bien juntos; por ejemplo, dos productos muy dulces en el mismo postre empalagan, y lo mismo ocurre con la grasa: fatiga el paladar, llena y quita el hambre.
- La sal potencia el sabor. Y no sólo en la cocina salada: el chocolate, las masas y las cremas, por ejemplo, son mucho más ricas con una pizca de sal.
- La grasa es un gran transmisor del sabor. Sí: mayor grasa, más sabor; pero hay que tener mucho cuidado con la proporción, pues satura el paladar y puede dificultar la digestión. También hay que recordar que a la grasa le va mejor la acidez que lo dulce.
- Usa ingredientes conocidos. Hay un componente cultural muy importante, que es la tradición culinaria de cada pueblo o región, pues éstos cuentan con recetas y sabores que funcionan porque se conocen y gustan a la gente.
- Apela a los sabores de la infancia. Haz memoria y recrea los sabores de los platos que preparaban tu mamá o tu abuela; los recuerdos, la imaginación y la sensibilidad juegan un rol determinante.
- Respeta el color natural de los alimentos. No hay que pasarse de modernos y poner un pimiento azul, que le chocará al comensal y lo rechazará.
- Conoce los alimentos. Hay productos que aportan sabor —carne, mariscos, pescados, frutas, verduras y, sobre todo, especias— y otros que lo reciben —arroz, pasta, harinas y tubérculos—; si los segundos predominan sobre los primeros, corres el riesgo de que tu plato no sepa a nada.
- Lo frío y lo caliente, sin excesos. El frío y calor excesivos anulan el gusto; tenlo en cuenta cuando contrastes temperaturas —por ejemplo, en un volcán de chocolate recién salido del horno, servido con helado.
Al combinar y crear sabores, vale la pena preguntarse si se quiere permanecer en el lado de la reproducción de cosas conocidas, que puede ser maravilloso y honesto, o estar en el otro lado, donde se asumen riesgos y se evoluciona por medio de la innovación. Una reflexión similar aplica en la vida misma. Todo es cuestión de imaginación, amor y placer. Lo que buscamos, a fin de cuentas, es esa profunda epifanía que se produce cuando nos llevamos un bocado a la boca y pensamos: “¡Por todos los cielos, qué bueno está esto!”.