Un aura espiritual envuelve a las artes japonesas tradicionales. Cada pincelada, cada movimiento y cada nota musical debe ser una meditación, un momento que transcurre en un presente apasionado. Al hacer un trazo en el papel arroz para dibujar un carácter en shodō,[1] la atención permanece aquí y ahora; el mismo principio opera durante la práctica del ikebana, el arte nipón de los arreglos florales que nació en los monasterios budistas y ha prosperado alrededor del mundo.
La flor como un estilo de vida
Todo comienza con una caminata en el bosque. El practicante de ikebana se deja absorber por el paisaje, olvidándose de sí mismo. Observa las formas, las texturas, los colores… Recolecta ramas y hojas que le resultan interesantes y elige cuidadosamente las flores, llevándose sólo lo indispensable: ni un pétalo más, pues tiene una actitud de respeto y veneración por la Naturaleza. También visita la florería para conseguir ciertos ejemplares. De vuelta en casa, visualiza lo que desea expresar. Coloca el kenzan[2] en el florero o plato lleno de agua y —con una mezcla de intuición y técnica precisa— examina el potencial de las plantas, corta los tallos para conseguir diferentes alturas o niveles, y va fijando los elementos en la base con la intención de crear una estructura armónica pero asimétrica.
Así, por ejemplo, vemos una cascada de orquídeas blancas que nos hace pensar en nubes; al centro, como un sol, se alza una dalia roja; y otros soles menos luminosos sobresalen en la composición, que emerge de un montículo de hojas frescas. En otro arreglo, varias ramas con flores de cerezo toman caminos inesperados, e imaginamos un arroyo que fluye entre dos hileras de árboles… Lejos de tener un propósito simplemente decorativo, estas obras florales —como cualquier otra manifestación artística— constituyen un reflejo del alma de su creador. Pero, asimismo, conforman una vía para disolver el ego, conectarse con los misterios de la Naturaleza y encontrar la iluminación.
El doctor Edward Bach creía que casi todas las enfermedades eran causadas por un desequilibrio psicoemocional, el cual podía restablecerse a través de ciertos elíxires florales. De modo similar, el ikebana busca restaurar el balance por medio de un arte meditativo basado en las flores que devuelve al ser humano a sus raíces. Las composiciones vegetales creadas son microcosmos que evocan la totalidad de la Naturaleza, en donde el hombre juega el papel de mediador entre las fuerzas terrenales y celestiales. A través de la atención plena que este arte implica, el practicante fortalece su espíritu e intenta trasladar el equilibrio aprendido a todas las áreas de su existencia; al “arreglar las flores” —significado de la palabra ikebana—, le da forma a su vida y la sintoniza con los sonidos de la Naturaleza manifestada en su obra.
La flor como una vía espiritual
Un primer antecedente del ikebana aparece en la antigua ceremonia japonesa de las flores. El huésped de una casa era conducido al tokonoma, una pequeña habitación en desnivel decorada con una pintura o caligrafía —kakemono— y un arreglo floral que el anfitrión había preparado especialmente para la ocasión. El invitado, en soledad, observaba el arreglo con atención plena para impregnarse del espíritu que había inspirado la obra; más tarde, el señor de la casa lo proveía de material para crear su propia composición y, nuevamente, era dejado en soledad. Entonces el huésped examinaba las plantas por largo rato hasta cristalizar lo que deseaba transmitir. Luego, la familia entera se reunía en el tokonoma para contemplar ambos trabajos y, a través de ellos, comunicarse espiritualmente con sus creadores.
Esta ceremonia fue retomada por los monjes zen, que ofrecían flores a los espíritus de los muertos o a Buda. Y a mediados del siglo XV, en sus monasterios, nacieron los estilos clásicos del ikebana—como el Rikka, donde los elementos de la Naturaleza son representados por siete ramas, o el Shōka, en el que tres ramas bastan para simbolizar al cielo, la tierra y el hombre—, un tipo de arte que busca la sabiduría en la quietud y la belleza de las flores para lograr la renuncia del ego, la fusión del ser humano con la Naturaleza…
Pero, ¿qué tipo de conocimiento puede ocultarse en las entrañas de la Madre Tierra? El poeta alemán Friederich Schiller decía que: “Es a través de la belleza que el hombre encuentra el camino hacia la libertad”. Al visitar un ambiente natural —además de presenciar la máxima manifestación de belleza—, es posible liberarnos de nuestras pulsiones primarias y dimensionar la vida de una manera distinta: ante una imagen que invoca al infinito, nos hacemos conscientes de la pequeñez de los problemas mundanos; y al crear representaciones de esa infinitud en los arreglos de ikebana, dejamos ir nuestras preocupaciones o deseos insatisfechos para intuir la eternidad.
La Naturaleza, por otro lado, nos ayuda a aceptar los ciclos de la existencia. Todas las criaturas experimentan las cuatro estaciones; los seres humanos, sin embargo, nos empeñamos en intentar prolongar la primavera o el verano a pesar de que la llegada del invierno sea ineludible. Este apego a determinadas etapas de la vida genera desequilibrios, pero las flores —cuyos pétalos, un día brillantes, a la mañana siguiente pueden tornarse lívidos y a la siguiente, marchitos— nos enseñan a crecer, a vivir y a decir adiós.
El ikebana es una invitación a meditar en comunión con la Naturaleza y a vivir en el presente. Meditamos al observar con atención plena: una flor, una rama, una roca… También al hacernos conscientes de cada acción durante el proceso, por mínima que sea: remover una hoja, una espina. Si logramos que el estado de consciencia adquirido durante la creación de un arreglo de ikebana se manifieste en cada uno de nuestros pasos, habremos alcanzado la iluminación.
El poder de una flor
En el arte japonés, cada elemento de la Naturaleza encierra un significado poético y sagrado. Cuando florecen los magnolios, por ejemplo, las familias cuelgan poemas de sus ramas; alguien corta una, la lleva a casa y la coloca en un jarrón para que sea objeto de silenciosa contemplación durante la ceremonia del té. Después, la rama es depositada en las aguas de un río o enterrada con agradecimiento por la belleza que obsequió durante su breve estadía.
También es conocido el amor de los japoneses por las miniaturas vegetales. Adornan sus casas con árboles bonsái —término que podría traducirse como ʽcultivar en una bandejaʼ—, recrean paisajes enteros en pequeños jardines e intentan representar el cosmos en un arreglo floral. Quizá no todos lo hagan con un sentimiento religioso, sin embargo, estas antiguas tradiciones llevan implícito el anhelo de crear un puente entre lo mundano y lo sobrenatural.
A través de la búsqueda de lo infinito en lo finito es posible recuperar la paz y la armonía, así vivamos en lugares abrumadores como Tokio o la Ciudad de México. El secreto consiste, como decía el poeta Matsuo Bashô, en aprender a ver flores en todas las cosas: incluso en el dolor, que puede convertirse en una oportunidad para fortalecerse, madurar y florecer.
[1] Arte de la caligrafía japonesa.
[2] Pieza plana de metal con decenas de clavos donde se colocan las flores, hojas o ramas.