Hoy día, la palabra innovación está de moda en todos los ámbitos. Con el afán mercadológico de tipificar o segmentar —a veces, para encasillar— a ciertos grupos sociales, han surgido etiquetas como millennial o hipster que, de tanto usarlas, han perdido su sentido original. Algo similar sucede con la idea de la innovación que varias personas, empresas e instituciones han tomado como bandera, y que a menudo han deformado o pervertido: actualmente, a todo aquello que tenga un toque de design thinking, algunos iconos trazados a mano y una terminología específica como de ciencia oculta, o que presente las mismas ideas y conceptos con nombres novedosos, se le llama “innovador” o “disruptivo”.
Pero la realidad es que la innovación ha existido siempre. Consiste, simplemente, en unir los puntos de modo distinto al que uno está acostumbrado y así encontrar una forma distinta de hacer las cosas; una forma que, quizá, sea más eficiente, barata, rápida y redituable, o que resulte más atractiva para quien la lleva a cabo o se beneficia de ella.
Yo soy empresario. He fundado cinco empresas en ramos como el desarrollo organizacional, el diseño de interiores y la fabricación de puntos de venta. Me he especializado recientemente en innovación empresarial y, tras varios años en este mundo, mi conclusión es que la innovación no es otra cosa sino una estructura mental que se construye paulatinamente; en otras palabras, la innovación radica en habituar a tu mente a cuestionar todo lo que se hace, y cómo lo hace, e imaginar cómo podría hacerse de modo diferente.
Mucha gente cree que la innovación lleva implícita una especie de rebeldía contra todo lo ya existente, y que para ser innovador es necesario ir por la vida haciéndose el incomprendido o creyéndose un iluminado que siente poco menos que lástima por los simples mortales que no tienen ese don. Sin embargo, no es así. El tema es amplio, pero para ilustrarlo de una manera clara y sencilla, expondré un ejemplo que demuestra que la innovación no siempre consiste en un solo cambio disruptivo, sino en un conjunto de interacciones que terminan siendo disruptivas.
El caso Netflix
Uno de los casos de innovación empresarial más sonado es el de Netflix, que en la actualidad es una empresa considerada como un referente mundial en lo que a innovación tecnológica y distribución de contenidos se refiere. Quizá por ello te sorprenda saber que, en un inicio, Netflix era una empresa enfocada a la renta de DVDs, y que su diferenciador era que funcionaba por correo.[1] Tras muchos años de competir con Blockbuster, en 2007 —cuando la mitad de los hogares estadounidenses contaban con acceso a internet de banda ancha y el formato DVD daba pasos hacia la obsolescencia— Netflix tuvo la idea de ofrecer suscripciones online y lo que hoy día es el núcleo de su modelo de negocios: el servicio de streaming para ver películas en línea. De ahí una idea llevó a otra, la compañía creció, se adaptó a las necesidades del mercado y aprovechó las posibilidades tecnológicas hasta convertirse en lo que es hoy: una empresa que, sencillamente, reinventó la industria del entretenimiento. Ahora, quienes estamos suscritos a Netflix tenemos contenido on demand, producciones exclusivas y contenidos novedosos —muchos de ellos de productoras independientes— que han empezado a inclinar la balanza de la industria del ocio, poniendo a temblar a las grandes firmas y a sus compromisos políticos e institucionales. Todo ello surgió por una idea simple: acabar con las multas por pagos tardíos. Y claro, gracias al hábito de pensar continuamente en cómo pueden hacerse las cosas de un modo distinto.
Ahora bien, es importante aclarar que son muchos los factores que deben converger para que la innovación sea un éxito. Seguramente antes de Netflix hubo iniciativas similares que no cristalizaron, entre otras cosas, porque no se habían alineado todos los elementos que hicieron de esta idea un éxito: disponibilidad de las plataformas tecnológicas necesarias, inversionistas dispuestos a arriesgarse, un mercado dispuesto a pagar por el servicio, expansión del uso de internet, disposición de una generación acostumbrada a consumir productos en la nube, etcétera. En conclusión, la innovación es un proceso largo y lleno de lo que los teóricos de la innovación llaman VUCA que, por sus siglas en inglés, es un acrónimo de volatilidad, incertidumbre, complejidad y ambigüedad. Entonces, la innovación es mucho más que tener buenas ideas: innovar es tener el valor y el temple para materializarlas, administrando con precisión estos cuatro elementos —a sabiendas de que, muchas veces, el riesgo es enorme.
Finalmente, quisiera cerrar este artículo con una frase de William Pollard, que hizo que este mundo me atrapara y que procuro siempre tener presente: “El aprendizaje y la innovación van de la mano. La arrogancia del éxito es creer que lo que hiciste ayer será suficiente para el mañana”.
[1] La idea original surgió cuando Reed Hastings, uno de sus fundadores, se vio forzado a pagar cuarenta dólares por la devolución atrasada de un DVD que había rentado en un videoclub.