“La mente intuitiva es un don sagrado y la mente racional, un siervo fiel; hemos creado una sociedad que honra al siervo y ha olvidado el don”, dicen que dijo Albert Einstein. Sin importar quién haya pronunciado esta frase por primera vez, no cabe duda de su veracidad. Vivimos en un mundo que desde la tierna infancia nos enseña a condenar el conocimiento que no proviene de una búsqueda lógica y racional, así que poco a poco dejamos de comunicarnos con nuestro cuerpo y de comprender el lenguaje de las corazonadas, hasta que la intuición se convierte en un pececillo perdido en un océano de datos, reglas, prohibiciones y responsabilidades.
Sin el pensamiento lógico, no habría ciencia ni filosofía ni posibilidad de dar solución a los problemas que enfrenta la humanidad. Aunque también es cierto que muchas veces las soluciones surgen de un chispazo de intuición, de esos momentos de claridad en los que logramos conectarnos con nuestra fuente de conocimiento inconsciente. Así que la intuición y la razón pueden ser complementarias: la primera alumbra el camino, y la segunda nos permite analizar sus particularidades para conducirnos adonde queremos llegar.
La intuición es la madre de la creatividad. Cuando nos “rompemos la cabeza” intentando encontrar una idea original, muchas veces terminamos frustrados, con un sinfín de papeles hechos bola en el escritorio y la sensación de que nos hemos bloqueado. En cambio, cuando soltamos las expectativas y enfocamos nuestra atención en cualquier actividad mundana, como lavar los trastes, pasear al perro o tomar un baño, las buenas ideas aparecen súbitamente, como destellos de origen misterioso, casi mágico.
Al relajarnos, tenemos mayores probabilidades de comunicarnos con nuestro inconsciente, que es capaz de procesar millones de estímulos por segundo, mientras que la mente racional sólo puede prestar atención a unas cuantas decenas de estímulos a la vez. La intuición es prima hermana del juego, de la relajación y la ligereza; sus mecanismos se ponen en marcha cuando bajamos el volumen de la incansable voz de nuestra mente y simplemente vivimos en el ahora. Por ello, la meditación es la mejor aliada para potenciar nuestras habilidades intuitivas.
Según una investigación revisada por la doctora en psiquiatría Kim Penberthy de la División de Estudios Perceptuales de la Universidad de Virginia, la práctica de la técnica de meditación popularmente conocida como mindfulness no sólo potencia la intuición, sino también otras habilidades psíquicas, como la clarividencia, la retrocognición y el conocimiento telepático. Hace unos pocos años, esto me hubiera parecido difícil de creer; sin embargo, desde que comencé a meditar he tenido un par de experiencias curiosas que parecen confirmar al menos una parte de lo concluido por el equipo de investigadores asesorados por Penberthy.
Premoniciones
Durante algunos meses, fui muy disciplinada; meditaba quince o veinte minutos al día, sin importar el número de pendientes en mi lista o cuán cansada me sintiera. Empecé a dormir mejor y a sentir una mayor claridad mental: los efectos secundarios clásicos que muchas personas reportan tras iniciarse en alguna técnica meditativa. Nada excepcional. Pero un día, me encontraba trabajando en un texto cuando de pronto me sorprendí pronunciando en voz alta la palabra “elote”. Mis manos dejaron de teclear y, desconcertada, me dije: “¿de dónde vino eso?”. Estaba escribiendo sobre un tema totalmente ajeno al mundo de las mazorcas, así que no pude evitar sentir extrañeza. Unos minutos más tarde, sonó el timbre. Abrí la puerta y una vecina me entregó un recipiente que contenía un líquido espeso. “Es crema de elote”, dijo ella. Yo sonreí para mis adentros, pensando que había tenido una pequeña premonición.
Dos años más tarde, asistí a una conferencia del maestro de budismo tibetano Mingyur Rinpoche, en la que habló —entre otras cosas— de la técnica de meditación que en Occidente conocemos como mindfulness y que los budistas llaman sati o ‘presencia de la mente’, la cual consiste en dejarse absorber por la experiencia presente al enfocar nuestra atención en las sensaciones corporales, los sonidos, los olores y, por supuesto, en la respiración, sin ningún tipo de juicio o expectativa.
Mingyur Rinpoche
Al regresar a casa, las palabras de Mingyur Rinpoche aún resonaban en mi interior: “Siempre que no escuches la voz de tu mente, estarás meditando, sin importar la actividad que te encuentres haciendo”. Inspirada, intenté meditar mientras me lavaba los dientes y me ponía la pijama. Me senté con la espalda erguida y seguí meditando por veinte minutos más. Esa noche soñé con una chica a la que no veía desde que iba en la secundaria. Ella patinaba en hielo, yo podía ver cada detalle de su rostro y, sin embargo, no recordaba su nombre. Se trataba de una conocida con la que nunca había entablado amistad; me pareció extraño no haber pensado en ella por años y que, de la nada, irrumpiera en mi sueño. Al día siguiente, fui al cine. Entré al elevador que me conduciría a la sala y, cuando las puertas estaban a punto de cerrarse, una chica entró apresuradamente. La reconocí de inmediato y su nombre viajó a la superficie desde las profundidades de mi inconsciente: “¿Paulina?”, pregunté llena de asombro. Era la chica de mi sueño.
Quiso la casualidad —¿o la sincronicidad?— que esa noche, entre los familiares que habíamos acordado ir juntos al cine se encontrara mi tía María Esther, que ha practicado la meditación durante décadas y fue quien me recomendó ir a la conferencia de Mingyur Rinpoche. Le conté sobre mi sueño y el encuentro con Paulina en el elevador. Me dijo que era común tener ese tipo de experiencias cuando se acostumbra meditar, y que de vez en cuando ella también tenía modestas premoniciones. “Tía, ¿entonces podemos saber cosas como cuál será el boleto ganador de la lotería si meditamos diario?” —le pregunté medio en broma y medio en serio—; para mi decepción, ella me explicó que, por lo general, la información que nos llega de forma anticipada es cotidiana e irrelevante.
Este tipo de fenómenos —que quizá muchos considerarán meras coincidencias—, podrían abonar a la teoría de que la consciencia no es un subproducto del cerebro, sino una especie de campo que, bajo circunstancias que aún desafían nuestra comprensión, sería capaz de expandirse a diferentes puntos del tiempo y el espacio.
Tal vez, al poner a la razón en un pedestal y a la intuición en el vergonzoso anaquel de lo esotérico, nos estamos privando de emocionantes posibilidades. Si hasta hace unas pocas décadas, la existencia de los sueños lúcidos —que ocurren cuando quien duerme se halla inmerso en el mundo del inconsciente, pero es capaz de explorarlo con un nivel de conciencia similar a cuando está despierto— se creían imposibles, ¿qué otras facultades de la mente podrían comprobarse en el futuro?
Regresando al tema de la creatividad, aquí cabe mencionar al cineasta estadounidense David Lynch, quien ha practicado la meditación trascendental durante casi cincuenta años y está convencido de que, a través de ella —y, seguramente, también de otras modalidades meditativas— es posible potenciar la intuición, sumergirse en un “océano de conciencia vibrante” y capturar las mejores ideas. En su libro En busca del pez dorado, dice que: “Las ideas son como peces. Si quieres pescar pececitos, puedes permanecer en aguas poco profundas. Pero si quieres pescar un gran pez dorado, tienes que adentrarte en aguas más profundas […]. Cuanto más se expande la consciencia, más se profundiza […] y mayor es el pez que puede pescarse”.
Yo digo que, además de buenas ideas, al cultivar nuestras capacidades intuitivas es posible pescar nuevas maneras de comprender nuestro mundo interior, la realidad que nos rodea, e incluso aquellos fenómenos que consideramos imposibles.