En este último año de incertidumbre, una y otra vez hemos escuchado o leído la historia, casi siempre con la intención de motivarnos o inspirarnos: en el verano del año 1665, la epidemia de la peste bubónica que arrasó con la cuarta parte de los londinenses alcanzó la ciudad de Cambridge.
Entonces, un joven estudiante del Trinity College de nombre Isaac Newton tuvo que huir hacia la campiña, hacia la granja familiar que tenía el nombre de Woolsthorpe, donde, cobijado por el aislamiento y la soledad casi absolutos, emergió con tres de los pilares de la ciencia moderna: la invención del cálculo, los fundamentos de la óptica y los de la teoría de la gravitación universal.
Trinity College
A estas alturas, cuando una gran parte de la población sigue buscando un modo de sostener la zozobra causada por la pandemia —y a menudo desde la realidad alterna del home office—, ¿realmente deberíamos tomar como ejemplo la genial productividad de Newton? ¿En verdad fueron la soledad y el aislamiento los detonantes de ese annus mirabilis del físico inglés? Veamos…
Científicos de carne y hueso
Desde que somos niños y vamos a la escuela, se nos enseña que a lo largo de la historia han existido grandes hombres y mujeres que, gracias a su tesón, valentía, talento o genialidad, contribuyeron a configurar el mundo tal como es y nos legaron invenciones útiles o la compresión de muchos fenómenos de la naturaleza, a menudo poniendo en riesgo sus propias vidas.
A esa clase de “héroes” pertenecen Arquímedes, Copérnico, Galileo, Newton, Einstein, Edison y también Hipatia o Marie Curie, mujeres que además fueron mártires de la ciencia y del conocimiento. Y entonces es como si un halo sobrehumano rodeara la historia y la figura de estos personajes, y quizá por ello se les toma como ejemplo de lo que puede lograr una mente enfocada cuando se dedica con constancia a desentrañar los misterios del universo.
Desde esta óptica, y como lo señala Thomas Levenson en un artículo para The New Yorker, pareciera que los descubrimientos e invenciones que cambian paradigmas fueran frutos de arranques de genialidad: “Esta es la gran mentira de los genios: la noción de que las grandes ideas no requieren del arduo trabajo, de la atención sostenida y del pensamiento riguroso; en cambio, llegan como relámpagos de inspiración, que a su vez sólo llegan en las circunstancias adecuadas… como en el aislamiento forzado de una epidemia”.
Como muestra de lo anterior está la muy conocida anécdota de la manzana que cayó en la cabeza del físico y que, en ese mismo año de la plaga, precipitó todas sus cavilaciones sobre esa fuerza invisible pero omnipresente a la que llamó gravedad. Más adelante en su vida, el propio Newton se encargó de desmentir la caída del fruto y aclaró que su idea fue que “tanto la Luna en su órbita como la manzana en su rama estaban sujetas a las mismas fuerzas de la Naturaleza”.
Así, toda vez que uno se interna en la historia, resulta que hay mucho de leyenda y de mito en torno a los descubrimientos científicos y a las circunstancias que los propiciaron. Vale la pena preguntarse entonces: si no se hubiera visto obligado a recluirse en su casa de campo de Woolsthorpe, ¿de cualquier modo Newton habría dado con las bases del cálculo, de la óptica y de la gravedad?
La verdad sobre la plaga
Hace un año, cuando empezaron las restricciones a la movilidad y se implementó el teletrabajo entre millones de empleados, la anécdota del sabio confinado, aislado del mundo y comprendiendo como nadie antes los misterios del mundo físico en que vivimos se usó como motivación para que, como si cualquier cosa, aprovecháramos el tiempo y emuláramos el ejemplo de Newton.
Hoy, cuando varios articulistas han citado su epidémica hazaña hasta la saciedad y tratan de estimular nuestro tedio con frases como “si tienes que trabajar desde casa, recuerda los logros de Newton, que estando encerrado un año en una granja emergió de ella con tres teorías que revolucionaron al mundo”, quizá sea momento de poner las cosas en su justa dimensión.
Para empezar, está claro que Isaac Newton no era un hombre cualquiera y que no estaba haciendo home office en su casa de campo, con dos hijos recibiendo clases en el cuarto contiguo, el teléfono inteligente sonando sin cesar y un jefe o colegas interrumpiendo su flujo de pensamiento: se trató de una de las mentes más brillantes de la historia con la extraordinaria oportunidad de disponer de mucho tiempo para dedicarse casi por completo a pensar, razonar y calcular.
Además, y a diferencia de lo que sugieren muchos de los textos que citan el prodigioso año en los campos de Lincolnshire, Newton ya había trabajando en su mente muchas de las nociones años antes de que se precipitaran en la soledad de su retiro. Al regresar al Trinity College en 1667, siguió trabajando en sus hallazgos y así fue que el mundo conoció la Teoría de la gravitación universal, el cálculo diferencial y el fenómeno de la refracción de la luz, en el que, al pasar por un prisma, ésta se descompone en los colores del arcoíris.
Los “efectos” de ese año de aislamiento duraron casi una década más, en la que Newton produjo un impresionante volumen de tratados y teorías que le granjearon, primero, una posición como académico en el prestigioso colegio y, después, le garantizaron un sitio en la historia universal de las ciencias.
En todo caso, como dice acertadamente Levenson en su artículo, la lección no es aprovechar el tiempo y la soledad de este encierro para emular la productividad de Newton —una meta inalcanzable para casi cualquier mortal—, sino la de “recordar qué aspectos de tu vida son los que mantenían encendida la llama de tu pasión antes de este desastre, y aferrarte a ellos para salir adelante”…