Bien lo dijo Chavela Vargas: “los mexicanos nacemos donde nos da la chin… gana”. Y prueba de ello es Kingo Nonaka: siendo apenas un muchacho, llegó a México proveniente del país del sol naciente y no tardó en luchar por los ideales de Francisco I. Madero. Pero no sólo fue un héroe de la Revolución, pues a lo largo de su vida demostró ser un hombre de muchos talentos, los cuales en diferentes ocasiones puso al servicio de su patria adoptiva. Hablemos un poco de su vida.
Kingo Nonaka nació en la prefectura de Fukuoka, Japón, el 2 de diciembre de 1889. A la edad de dieciséis años, junto con otros compatriotas, se embarcó hacia México para buscar mejores condiciones de vida, pues una iniciativa del gobierno mexicano de aquel entonces ofrecía facilidades a extranjeros para inmigrar al país y así poblar zonas inhabitadas de nuestro territorio.
Nonaka entró a México por el puerto de Salinas Cruz, Oaxaca. De allí se mudó a Chiapas, donde comenzó a trabajar en una plantación de café. Entonces, nació en él la inquietud de migrar a los Estados Unidos para mejorar aún más su nivel de vida; poco a poco tomó camino hacia el norte y llegó hasta Ciudad Juárez, Chihuahua, donde conoció a Bibiana Cardón, una mujer que lo adoptó, le brindó educación, casa, vestido y sustento, y lo bautizó por el rito católico como José Genaro Kingo Nonaka.
José Genaro empezó a trabajar en el Hospital Civil de Ciudad Juárez, donde aprendió enfermería y medicina hasta alcanzar el grado de médico. Fue así que en marzo de 1911, cuando se encontraba en Casas Grandes, Chihuahua, llegó hasta su puerta Francisco I. Madero, quien había salido herido de un brazo durante un atentado fallido contra Agustín Valdés; cuando los acompañantes de Madero preguntaron por un médico para que lo atendiera, la gente del pueblo recomendó a Nonaka. Aunque no hay registros documentales ni fotográficos del hecho, este encuentro cambió la vida del japonés y se convirtió en parte de su leyenda
Las conversaciones que tuvo con Madero sembraron en Kingo los ideales de la Revolución y lo convencieron de unirse a la lucha por el “Sufragio efectivo, no reelección”. Así fue cómo se convirtió en “El samurai de la revolución”, mote que le pusieron sus propios compañeros de batalla. Después, Nonaka se unió a la División del Norte, encabezada por Francisco Villa, y de 1913 a 1916 recorrió el norte del país al lado del “Centauro del Norte” hasta alcanzar el rango de capitán de sanidad.
En total, Nonaka participó en catorce misiones militares, dos a lado de Madero y doce con Villa. En una de las fotos más famosas del “Centauro del Norte” cabalgando a caballo, Kingo aparece al fondo montado en una carreta. La última de las incursiones militares en que participó tuvo lugar en marzo de 1916 y, por desgracia, terminó en una derrota; el nipón asumió la responsabilidad y, para lavar su honor, renunció a su cargo.
Tras su salida de las fuerzas villistas, Nonaka no dejó México: por el contrario, volvió a Ciudad Juárez a ejercer como médico; más tarde conoció a Petra García Ortega, con quien contrajo matrimonio y formó una familia. En 1919, Kingo dejó el hospital y su profesión de médico, y junto a su esposa emigró a la floreciente ciudad de Tijuana para trabajar como policía, pues su experiencia como militar le resultaba especialmente útil en ese puesto.
Fue en aquella etapa que Nonaka comenzó a aficionarse a la fotografía y realizó numerosas tomas de la urbe de Tijuana en desarrollo. Pero como no quería que la fotografía fuera un mero pasatiempo, le dedicó esmero y horas de estudio, al grado de inscribirse en un diplomado a distancia del Institute of Applied Science de Chicago, enfocado en fotografía, dactiloscopía, criminología y grafología, pues deseaba aplicar sus habilidades fotográficas en su profesión como policía.
Ya como profesional de la foto, Nonaka aprovechó su pasatiempo en su empleo como policía, al tiempo que consolidó una estética visual propia al retratar la ciudad donde vivía. Así, ya no era más el “Samurái de la Revolución”, sino “el Casasola de Tijuana”, y fue tal el cúmulo de imágenes que plasmó con su cámara que en vida donó más de trescientas fotografías al archivo histórico de aquella ciudad.
A pesar de todo, en 1942 Nonaka tuvo que dejar su amada Tijuana y reubicarse en la Ciudad de México: la Segunda Guerra Mundial había desencadenado un odio irracional contra los japoneses, por lo que se decretó que todas las personas originarias de dicho país que vivieran en México debían reubicarse en la capital. Así, a pesar de haber combatido por un México más justo en la primera década del siglo XX, Nonaka fue tratado como un extranjero más. Pero años después, en 1963, su heroísmo fue por fin reconocido por el presidente Gustavo Díaz Ordaz, quien lo condecoró por el Mérito Revolucionario como veterano de la Revolución en sus diversas etapas.
Kingo Nonaka falleció en 1977 y sus restos fueron depositados en el Panteón Jardín de la Ciudad de México. Su vida nos dejó un legado de valentía, no sólo como héroe de guerra sino como un inmigrante que se abrió paso en un país por completo ajeno a su cultura, y que se desempeñó con éxito en distintas áreas de su interés. Sin duda, “el Samurái de la Revolución” es un ejemplo de esmero, dedicación y persistencia para perseguir nuestros ideales.