Uno podría pensar que los dogmas —entendiéndose éstos como “proposiciones tenidas por ciertas y como principios innegables”— son exclusivos de la religión, pero no es así. Algunos científicos, por ejemplo, señalan a las ciencias exactas como disciplinas en las que la fe religiosa se ha sustituido por la creencia dogmática en la existencia de un orden matemático superior que rige y explica el Universo. Y en el campo de la literatura, también existen dogmas del tipo “la mejor literatura en español se produjo durante el Siglo de Oro”, o bien —que es el dogma que nos ocupa—, “Julio Verne es el padre de la ciencia ficción”.
Y es que, sí, es fácil sucumbir ante los encantos del francés de la imaginación prodigiosa, el aparente don de la profecía y de la prosa fantástica que pobló las infancias y las juventudes de muchos de nosotros. Obras inmortales como Viaje al centro de la Tierra (1864), De la Tierra a la Luna (1865) o Veinte mil leguas de viaje submarino (1870) quedarán siempre escritas con grandes caracteres en la historia de la literatura fantástica universal. Sin embargo, la ciencia ficción no empezó con Julio Verne. Echemos una mirada a sus orígenes.
Las fantasías científicas
El término ciencia ficción —en adelante cf— deriva de scientifiction, voz acuñada por el editor Hugo Gernsback para definir el género literario que publicaba en su revista Amazing Stories, fundada en 1926. Sin embargo, la historia nos dice que existieron fantasías científicas mucho antes de que Gernsback diera nombre a dicha corriente de escritos surgidos en los albores del siglo XX y que exploraban las consecuencias físicas y sociales del avance tecnológico en los habitantes de la Tierra… y de otros mundos y universos, reales y ficticios.
Al respecto de este tema, dice el académico Brian Stableford: “La palabra ciencia adquirió su significado moderno cuando los hombres se dieron cuenta de que el conocimiento confiable tenía sus raíces en la experiencia de los sentidos, tamizada por el razonamiento deductivo y por experimentos de generalización. En el siglo XVII, los escritores empezaron a producir ficciones especulativas acerca de nuevos descubrimientos y tecnologías que la aplicación del método científico había generado…”. [1] Así, puede decirse que la ciencia se considera tal cuando empieza a aplicarse el método científico moderno, que se propuso por dos de los grandes pensadores de la época —y también dos de los primeros autores de cf—: Francis Bacon en su Novum Organum (1620) y René Descartes en su Discurso del método (1637). Por lo tanto, las obras literarias que derivan de esta “nueva organización del mundo”, traída de la mano por el método científico, pueden considerarse como antecedentes de la cf.
Desde el siglo XV, la exploración y el descubrimiento de tierras nuevas había renovado las esperanzas entre los humanistas europeos, que creían en la posibilidad de “empezar de nuevo” en estas tierras “libres de la corrupción del hombre blanco”. Así, las primeras fantasías científicas son las tres utopías renacentistas “canónicas” —Utopía (1516) de Tomás Moro, La ciudad del Sol (1623) de Tommaso Campanella, y Nueva Atlántida (1627) de Francis Bacon— y obras como Christianopolis (1619) de Johann Valentin Andreae. Estos primeros antecedentes de la cf tienen como eje conceptual los viajes imaginarios a lugares utópicos [2] en los que el avance tecnológico abriría la puerta a una nueva era de paz y armonía, sin conflictos bélicos o problemas de salud.
Otro tipo de viajes, de un corte más material, son los que emprendieron grandes mentes inflamadas por los avances en la tecnología óptica y los descubrimientos astronómicos de Galileo Galilei, Tycho Brahe y Christiaan Huygens, [3] quienes utilizaban los telescopios más potentes de su tiempo para explorar, estudiar y crear las primeras descripciones de la Luna, los planetas y otros cuerpos celestes. Otro de estos estudiosos fue el astrónomo y religioso alemán Johannes Kepler, quien además de haber perfeccionado el telescopio y haber formulado las leyes del movimiento de los planetas, escribió Somnium —Un sueño— (1634), en el que presenta una detallada y onírica descripción de cómo se vería la Tierra desde la Luna. Esta obra, que fue considerada la primera obra formal de ciencia ficción por Isaac Asimov y Carl Sagan, está saturada de la “física celestial” de Kepler, quien consideraba que Dios había creado el Universo de acuerdo a un plan inteligible al que se podía acceder por la luz de la razón —que es exactamente a lo que me refería en la introducción a este artículo.
Quienes también imaginaron los primeros viajes espaciales fueron el inglés Francis Godwin, en The Man in the Moone (1638), y el francés Cyrano de Bergerac. Porque, sí, él hombre existió y fue la inspiración del personaje teatral creado por Edmond Rostand. En 1657, dos años después de la muerte de Bergerac —quien además de novelista, dramaturgo y soldado, era astrónomo aficionado… y sí: tenía una nariz enorme—, se publicó la primera entrega de sus tres novelas satíricas: El otro mundo o Los estados e imperios de la Luna, en la que describe una travesía a nuestro satélite natural valiéndose de unos cohetes —el escritor de cf Arthur C. Clarke afirma que es la primera obra literaria en presentar un viaje espacial impulsado por cohetes. Ya en la Luna, Cyrano se topa con seres monstruosos y fabulosos, y con los fantasmas de Sócrates y de Domingo Gonsales —un personaje de la obra de Godwin—, antes de regresar a la Tierra. Esta obra tendría una secuela, en la que el protagonista visita el Sol.
Difícil tarea la de resumir más de trescientos años de fantasía científica en unas cuantas páginas. Pero antes de cerrar el tema —y aunque el salto en el tiempo es considerable—, no podemos dejar de mencionar una obra y a una autora cruciales en el desarrollo de la cf: Mary Shelley y su Frankenstein o el moderno Prometeo (1818). La historia es bien conocida: el doctor Víctor Frankenstein, en su megalómano afán por vencer a la muerte, se vale de la ciencia para dar vida a la Criatura [4] a partir de pedazos de cadáveres; con el paso del tiempo y de los acontecimientos, ésta se encargaría de castigar su intento por imitar a Dios, convirtiéndose en una de las primeras metáforas de las posibles consecuencias del mal uso de la tecnología y del miedo del Hombre hacia sus propias creaciones. Un poco como la historia del folclor hebreo del Golem.
Después de todos estos ejemplos, ¿está usted de acuerdo en que sí hubo ciencia ficción antes de Julio Verne?…
[1] Brian Stableford, “Science Fiction Before the Genre”, en The Cambridge Companion to Science Fiction, Cambridge University Press, 2003; pp. 15-31. [Trad. del autor].
[2] La palabra utopía fue acuñada por Tomás Moro en su obra Del mejor de los Estados posibles y de la isla Utopía. El vocablo se creó a partir de dos voces griegas: ou, ‘no’, y topos, ‘lugar’; “lugar que no existe”.
[3] El astrónomo holandés también incursionó en la narrativa fantástica con su obra Cosmotheoros (1698).
[4] Porque, a diferencia de lo mucha gente cree, originalmente Frankenstein era el nombre del científico y no de su monstruosa creación, a la que en la novela simplemente se le llama “the Creature”.