La educación de las mujeres en los tiempos de Jane Austen

La educación de las mujeres en los tiempos de Jane Austen
Ana Pazos

Ana Pazos

Personas que inspiran

En su novela Orgullo y prejuicio, Jane Austen retrata el mundo cotidiano de la aristocracia rural inglesa de principios del siglo XIX. La vida de las cinco señoritas Bennet —todas casaderas pero muy distintas entre sí— transcurre entre bailes, cartas e intrigas, en un ambiente inundado por el típico dramatismo de los pequeños vecindarios, donde los habitantes desfallecerían de aburrimiento si no fuera por el qué dirán. A lo largo de la obra, Elizabeth Bennet y sus hermanas hacen uso de su belleza, inteligencia, ingenio, audacia o bondad con la intención de conseguir al marido apropiado; sin embargo, parecen encontrarse en desventaja: por un lado, no cuentan con una dote significativa y, por otro, fueron educadas en casa por unos padres más bien desentendidos.

En un episodio de la novela, Lady Catherine —la arrogante y prejuiciosa tía del señor Darcy [1] — cuestiona a Elizabeth acerca de su educación y la de sus hermanas. Ante las respuestas directas e impasibles de su interlocutora, Lady Catherine —el lector puede imaginarla con los ojos como platos, mientras sostiene su taza de té con el meñique apuntando al cielo— replica: “¿Que no han tenido institutriz? ¿Cómo es posible? ¿Cinco hijas educadas en casa sin una institutriz? Es la primera vez que oigo algo semejante (…)” A lo que la señorita Bennet contesta: “(…) a las que quisimos instruirnos nos dieron toda clase de facilidades. Siempre nos animaron a leer, y tuvimos todos los profesores necesarios. A las que prefirieron la ociosidad les dejaron obrar con total independencia”. No es de extrañar la disconformidad de Lady Catherine: en aquella época, tomarse tales libertades en la instrucción de las jovencitas resultaba escandaloso. Igualmente escandaloso se consideraba que una muchacha como Elizabeth fuera tan perspicaz.

Educadas para agradar

En los siglos XVIII y XIX, la educación de las mujeres europeas de clase media y alta estaba orientada a formar amas de casa. Encantadoras, piadosas, ornamentales criaturas que, además de dominar los secretos de la aguja, el hilo y el caldero, pudieran amenizar las reuniones con modestos conciertos de piano o melodías salidas de su ronco pecho. En cierto modo, eran como geishas condenadas a entretener y agradar: servían el té, recitaban poesía, dibujaban paisajes y hacían comentarios graciosos para atraer la atención de algún caballero que —mediante el matrimonio— pudiera garantizar su seguridad económica.

Educadas para agradar

Pero no nos apresuremos a emitir juicios. Cabe mencionar que la educación de las mujeres —sin importar si ésta ocurría en casa, en un internado laico o en un convento— estaba dirigida exclusivamente a las artes de adorno, a las buenas maneras, a las apariencias y a los valores cristianos. En el mejor de los escenarios, las jóvenes aprendían un poco de geografía, aritmética básica, alguna lengua extranjera moderna —casi nunca griego o latín—, y pasaban las tardes lluviosas leyendo novelas. Pero el mundo de la ciencia y la filosofía —asignaturas aparentemente bañadas en testosterona— quedaba fuera de su alcance. De modo que, con una educación limitada y ante la imposibilidad de realizar trabajos físicos debido a la naturaleza de su clase, el matrimonio constituía la única solución financiera para ellas.

Los programas educativos de ambos sexos estaban dirigidos a finalidades distintas. En el caso de las mujeres, éstas debían prepararse para asumir su rol “natural” de madres y esposas, lo cual aparecía sustentado en varios tratados de la época, como Emilio o De la educación (1762), de Rousseau; en el quinto libro de dicha obra, el autor diserta sobre el matrimonio, la familia y la instrucción de las mujeres a través de Sofía, la compañera que creó para su personaje Emilio. Las palabras del autor son condenatorias: “Toda la educación de las mujeres debe ser relativa a los hombres. Complacerlos, serles útiles, hacerse amar y honrar por ellos, criarlos de jóvenes, cuidarlos de ancianos, aconsejarlos, consolarlos, hacerles agradable y dulce la vida: éstos son los deberes de las mujeres en todas las épocas, y lo que han de aprender desde la infancia”.

Sin embargo, no todos los hombres pensaban que las féminas eran incapaces de razonar del “modo requerido”, como espetaba Rousseau. Los escritores Daniel Defoe y Jonathan Swift, por ejemplo, disfrutaban de la compañía de mujeres ilustradas. Y Helvecio, el filósofo francés, en su obra Del espíritu (1758), aseguraba que todos los hombres y todas las mujeres tienen —en condiciones normales— cerebros igual de capaces y, por tanto, la posibilidad de acceder a los pensamientos más elevados. Siguiendo el razonamiento de Helvecio, la desigualdad intelectual no respondía a una diferencia física, sino a una educación que minimizaba al sexo femenino y limitaba su campo de acción.

Las mujeres tuvieron que esperar siglos —aunque en diversas partes del globo siguen esperando— para que ideas como las de Helvecio echaran raíces en las sociedades y rindieran frutos. Por eso el personaje de Elizabeth Bennet, creado a finales del siglo XVIII, es tan revolucionario.

Elizabeth Bennet: una mujer con identidad propia

Jane Austen fue educada en casa por su padre —el rector de la parroquia de Steventon, en Hampshire, Inglaterra. Allí encontró el tiempo y el espacio para escribir sus novelas con un estilo original, alejado del neoclasicismo y el romanticismo imperantes. Al igual que Elizabeth Bennet, era una mujer inteligente, con inquietudes peculiares, observadora y crítica de las costumbres de su tiempo.

La protagonista de Orgullo y prejuicio, por su parte, habita un mundo que le resulta extraño. Mientras sus congéneres conversan sobre frivolidades, ella analiza, razona, cataloga y expresa sus opiniones sin temor alguno. No se esfuerza por agradar, no le interesa parecer delicada como una gota de rocío, sino mantener la coherencia entre sus pensamientos, sentimientos y acciones. En las páginas de esta novela, Austen plasma a una heroína independiente, con identidad propia, que se atreve a desafiar las reglas en más de un sentido.

Otro aspecto admirable de Elizabeth Bennet consiste en que se hizo responsable de su educación. Del diálogo con Lady Catherine citado líneas arriba podemos deducir que, ante la actitud desobligada de sus padres, ella fue quien decidió cultivarse —leer libros, escuchar a los profesores que presumiblemente tuvo, mirar el mundo con ojos críticos— para desarrollar un pensamiento propio. Y tal vez fue esto lo que —aunado a su belleza, sentido de la justicia e innegable osadía— terminó por enamorar al señor Darcy, sin importar que el objeto de su afecto perteneciera a una clase inferior a la suya.

Es verdad que Elizabeth —al igual que Jane, Mary, Kitty y Lydia— buscaba asegurar su futuro a través del matrimonio. La diferencia radica en que ella goza de una libertad interior que sabe manifestar en el exterior; no olvidemos que rechazó una propuesta de matrimonio de su primo —William Collins, a quien le serían heredados los bienes del señor Bennet [2] — por no estar enamorada de él. Sus hermanas, en cambio, quizás hubieran aceptado a cualquiera con tal de resolver sus problemas económicos. Constantemente, la educación sentimental y cultural de Elizabeth demuestra ser progresista y casi roza con el feminismo.

Las mujeres que, aun en nuestros días, fueron educadas con el único objetivo de servir y agradar, podrían encontrar inspiración y coraje en la obra de Jane Austen.

Cierre artículo

[1] Protagonista masculino de Orgullo y prejuicio. Fitzwilliam Darcy es un hombre de la alta sociedad inglesa que llega a vivir a Netherfield Park y se enamora de Elizabeth Bennet.

[2] La propiedad del señor Bennet estaba vinculada. El vínculo es una especie de fideicomiso en el que sólo es posible transmitir bienes por la línea masculina.

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