Guy Davenport
(trad. Gabriel Bernal Granados)
En su Kafka: A Biography (Oxford, 1981), Ronald Hayman registra lo siguiente: “Un día [Kafka] vio a una niña que lloraba en la calle porque había perdido a su muñeca. Le explicó que la muñeca, a quien había conocido unos momentos antes, tuvo que irse pero prometió escribirle. Durante las semanas siguientes Kafka le envió cartas a la niña en las cuales la muñeca describía sus aventuras de viaje”. Mi cuento es una restauración conjetural de esas cartas probablemente perdidas.
G. D.
Una niña pequeña, llevada con prisa en una carriola por su oficiosa nana, descubrió a medio camino del parque a su casa que su muñeca Belinda se había quedado atrás. La nana había terminado de chismear con otra nana que se contoneaba con una mano sobre la cadera, y había estado viendo un buen rato a los granaderos calzados con sus botas rechinantes, los cuales se paseaban por el parque para coquetear precisamente con ellas. Había puesto una carta en el correo y lloriqueado frente a varias personas. Lizaveta había intentado conversar con un niño que se expresaba en un suave balbuceo; había besado y recibido besos de un perro grande y ayudado a una niña a llenar sus zapatos de arena.
Y Belinda se había quedado atrás. Regresaron a buscarla en todos los sitios donde habían estado. La nana estaba en un trance nervioso. Lizaveta gritaba. Ni su padre ni su madre sabían qué hacer para consolarla, pues ésta era la primera tragedia de su vida y la niña estaba explotándola al máximo. Su pena era aún más terrible pues había un invitado a tomar el té: Herr Doktor Kafka de la Assicurazioni Generali, oficina de Praga.
—¡Querida Lizaveta! —dijo Herr Kafka—. Eres tan infeliz que voy a decir algo que va a sorprenderte. Belinda no tuvo tiempo de decírtelo ella misma. Mientras estabas ausente, conoció a un niño de su edad, tal vez un muñeco, no podría decirlo con certeza, que la invitó a ir con él en un viaje alrededor del mundo. Pero tenía que partir inmediatamente. No había tiempo que perder. Ella tenía que tomar una decisión en ese momento y en ese lugar. Tales cosas suelen pasar. Las muñecas, como tú sabes, nacen en las jugueterías y poseen un conocimiento más avanzado que el nuestro, que llegamos a las casas en cigüeñas. Tenemos un conocimiento muy limitado de las cosas. Belinda, de prisa, me pidió que te dijera que escribiría a diario y que te habría puesto al tanto de sus planes de última hora si hubiera podido encontrarte a tiempo.
Lizaveta no podía creerlo.
Pero al día siguiente había en el buzón una tarjeta postal para ella. Nunca antes había recibido una postal. En el lado de la fotografía estaba el Puente de Londres y en el otro una gran cantidad de palabras que su madre le leyó, tal como lo hizo su padre cuando llegó a casa para cenar.
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Querida Lizaveta: Llegamos a Londres en globo. Oh, qué emocionante es flotar sobre montañas, ríos y ciudades al lado de mi amigo Rudolf, quien preparó antes de partir un almuerzo de cerezas y mermelada. Los ingleses son muy extraños. Su ropa los cubre de pies a cabeza, donde los botones llegan hasta los sombreros, con ojales, por llamarlos de algún modo, para ver hacia afuera, y una especie de manga para sus enormes narices. Todos llevan paraguas debido a las constantes lluvias, y largos bastones para no perder el paso en medio de la niebla. Se alimentan de panqués y té. He visto al Rey en un carruaje tirado por cuarenta caballos, cuyo trote seguía con precisión el redoble de un tambor. Hasta pronto. Tu adorada muñeca, Belinda.
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Querida Lizaveta. Llegamos a Escocia en tren. Éste recorrió todo el camino de Londres a Edimburgo a través de un túnel tan oscuro que a cada pasajero se le dio una linterna para que leyera el Times en el ínterin. Todos los escoceses usan falda y bailan al ritmo de las gaitas, y toman avena con leche que cocinan en peroles del tamaño de nuestras tinas. Rudolf y yo pasamos un día de campo en una pradera llena de ovejas. Hay bandidos por todos lados. La mayoría de los habitantes de Edimburgo son abogados, y sus familias viven en apartamentos alrededor de los tribunales. Hasta pronto. Tu amiga del alma, Belinda.
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Querida Lizaveta: De Escocia hemos viajado en un paquebote de vapor a las Islas Feroe, en el Mar del Norte. Aquí todos son pescadores y pertenecen a una religión llamada Los Hermanos Plymouth, así que de no estar en sus barcas tirando de redes llenas de arenques, se encuentran en la iglesia cantando himnos. Toda la isla resuena con la música. Ni un solo árbol crece en este lugar, y las casas tienen piedras en sus techos para impedir que el viento se los lleve consigo. Cuando dijimos que éramos de Praga, nunca antes habían oído hablar de ella, y preguntaron si estaba en la Luna. ¡Puedes creerlo! Esta carta tardará en llegar a tus manos porque el barco del correo no viene sino una vez al mes. Tu querida compañera, Belinda.
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Querida Lizaveta: Henos aquí en Copenhague, hospedados en casa de un amable caballero de nombre Hans Christian Andersen. Vive en la puerta de al lado de otro amable caballero, de nombre Søren Kierkegaard. Ambos nos llevaron a Rudolf y a mí a un parque que está dedicado exclusivamente a los niños y las muñecas, se llama Tívoli. Puedes verlo si das vuelta a esta postal. Cada tarde, hacia las cuatro, niños vestidos de rojo (todos son rubios y tienen grandes ojos azules) marchan por Tívoli y dan vueltas y vueltas alrededor batiendo tambores y tocando pífanos. El puerto es hogar de muchas sirenas. Son muy tímidas y debes ser muy paciente y estar quieta un largo rato para poder verlas. Los daneses son melancólicos y beben grandes cantidades de café y leen únicamente libros serios. En una tienda vi un libro titulado ¿Cómo estar seguro de lo que es y no es? Y una Introducción al existencialismo para muñecas; ¿Si esto, después qué? y Eres más miserable de lo que crees que eres. Con premura, Belinda.
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Querida Lizaveta: Las campanas de la iglesia de San Petersburgo repican todo el día y la noche. Rudolf teme que nuestros oídos se vean afectados. Nieva todo el año. En cada coche estacionado en la calle hay un samovar. Aquí también se leen libros serios. Su autor favorito es el conde Tolstoi, que es él mismo uno de sus campesinos (dicen que esto altera los nervios de su mujer) y sólo se alimenta de remolacha, aunque le pone cebolla durante la Pascua. No podemos leer una sola palabra de los letreros de las tiendas. Algunas letras están escritas al revés. Los hombres se dejan crecer espesas barbas y parecen osos. Las mujeres calientan sus manos en un manguito. Tu amiga tiritante de frío, Belinda.
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Querida Lizaveta: Hemos cruzado las nieves de Siberia en trineo y estamos en la isla Sajalin, hospedados con un hombre muy agradable y cortés llamado Anton Chéjov. Vive en Moscú, pero está de paso por aquí escribiendo un libro sobre este extraño lugar del norte, donde los mosquitos son del tamaño de los loros y toda la gente está en la cárcel por desobedecer a sus padres y tomar cosas que no les pertenecen. Los rusos son muy estrictos. El señor Chéjov nos señaló a un hombre que está cumpliendo una condena de mil años por no haber dicho Gesundheit cuando el Zar estornudó cerca de él. Es todo muy triste. El señor Chéjov dice que va a hacer algo al respecto. Tiene un gato llamado Pussinka que está ansioso de regresar a Moscú y a quien Sajalin no acaba de gustarle. Tu amiga del alma, Belinda.
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Querida Lizaveta: ¡Japón! ¡Oh Japón! Rudolf y yo hemos comprado quimonos y paseado en una carretilla, deleitándonos con las vistas de Fujiyama (una montaña azul, nevada en la punta), con las glicinas en flor y los huertos de cerezas y los puentes que se elevan formando una joroba en vez de seguir adelante en línea recta. Los japoneses beben té en tazas pequeñas. Las mujeres usan peinados muy altos, en los cuales han insertado grandes agujas amarillas. Todo el mundo deja de hacer lo que está haciendo diez veces al día para escribir un poema. Esos poemas, que son muy breves, hablan acerca de grillos y de contemplar el Fujiyama a través de las nubes que delinean su cumbre, así como de sentirse solo cuando hay luna llena. Somos muy populares, pues a los japoneses les gusta lo novedoso. Con emoción, Belinda.
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Querida Lizaveta: Henos aquí en China, de donde es la gran muralla que está en el otro lado de la postal. El emperador es un niño pequeño que usa vestidos del color de la paprika. Vive en un palacio del tamaño de Praga, con un millar de sirvientes. Para desplazarse de su cuarto a su trono emplea una silla con dos palos adheridos a la parte de abajo, y es transportado en ella. Cuando hace popó cinco doctores van a examinarla. Lamento ser vulgar, pero ¿cuál es el sentido de viajar si no aprendes cómo vive la gente lejos de Praga? Dime tú. Los chinos comen con dos palillos y sorben la sopa. Su cabello termina en una diminuta cola de caballo. Todo el país huele a jengibre, y dicen plaga en vez de Praga. ¡Todo el día hay fuegos artificiales, fuegos artificiales y más fuegos artificiales! Te adora, Belinda.
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Querida Lizaveta: Hemos zarpado a Tahití en un velero. Esta isla es completamente rosa y verde, y la gente es morena y haragana. Las mujeres son muy hermosas, de largos cabellos negros y lindos ojos negros. Los niños trepan las palmeras como si fueran monos y no llevan un hilo de ropa. Hemos conocido a un francés de nombre Gauguin que pinta a los tahitianos y a otro francés de nombre Pierre Loti, que lleva puesto un fez y lee los periódicos europeos sentado todo el día en un café, y además dice que Tahití es romántico. Rudolf y yo decimos que es muy caliente y decididamente incivilizado. ¿He dicho antes que Rudolf pertenece a la familia real? Es un buen deportista, pero tiene sus limitaciones. ¡No hay calles en este lugar! Románticamente, Belinda.
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¡Bien! ¡Querida Lizaveta, San Francisco! ¡Oh Dios mío! En este lugar sí hay calles, todas colina arriba, y en ellas encuentras detectores de oro al lado de sus respectivas mulas. Hay cantinas con puertas corredizas y chicas Dora Flora bailando adentro. Todo el mundo toca ¡Oh Susana! con sus banjos (cada quien tiene el propio) y por doquier ves pasar indios chacta envueltos en mantas y vaqueros armados con revólveres y chinos y mexicanos y esquimales y mormornes. Todas las casas están hechas de madera, con adornos bellamente labrados, y la gente de las buenas familias se sienta en los pórticos a leer diarios políticos. Pero nadie en América puede recurrir a ninguna oficina pública, sea cual sea el caso; así pues, el alcalde de San Francisco es un sastre judío y sus concejales son un indio piel roja, un jardinero japonés, un conde británico, un cocinero samoano y una predicadora presbiteriana. Conocimos a un escocés de nombre Robert Louis Stevenson, quien nos llevó a ver una ópera italiana. Tuya para siempre, Belinda.
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Querida Lizaveta: Estoy escribiendo esta postal en una diligencia, mientras cruzamos el Viejo Oeste. Hemos visto muchas aldeas indias con tipis y millares de búfalos. Nos tomó horas descender por una de las laderas del Gran Cañón, recorrer la planicie (el río es poco profundo y lo atravesamos en línea recta, dando chapuzones) y subir por la otra ladera. Los indios se visten con unas mantas de colores y llevan una pluma colocada en el cabello. Hoy, temprano, vimos a la Caballería de los Estados Unidos cabalgando con la bandera norteamericana. Estaban cantando “Yankee Doodle Dandy” y todos eran muy guapos. Me provocará náuseas seguir escribiendo, pues vamos tan rápido como un tren. Con asombro, Belinda.
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Querida Lizaveta: Hemos estado en Chicago, cerca de uno de los Grandes Lagos, y hemos cruzado el Mississippi, que es tan ancho que no puedes ver nada del otro lado, sólo barcos de ruedas navegando en medio, cargados de pacas de algodón. Hemos visto utopías de cuáqueros y shakers y menonitas, quienes viven justo como les da la gana en este país libre. No hay reyes, sólo un Congreso que está en Washington y al que no le importa en lo más mínimo lo que le pasa a la gente. Conocí a uno de esos congresistas. Era gordo (de tres papadas, te lo juro) y nos ofreció a Rudolf y a mí un dólar a cada quien si prometíamos votar por él. Cuando le dijimos que éramos de Praga, comentó que tenía la esperanza de que empezáramos una guerra, porque la guerra es buena para los negocios. ¡Vamos rumbo a Nueva York! Con premura, tu adorada Belinda.
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Querida Lizaveta: ¡Cómo cambian las cosas! ¡Rudolf y yo nos casamos! Claro: lo hicimos en las Cataratas del Niágara, donde te formas en fila, una pareja detrás de otra, y recibes la bendición de un ministro protestante, un rabino o un sacerdote, tú escoges. Después te metes en un barril (¡qué divertido!) y te lanzas a las cataratas —dando tumbos y tumbos hasta llegar al fondo—, y rentas una cabaña de luna de miel, hay cientos situadas alrededor de las cataratas, y en cada una de ellas se encuentra un esposo feliz y una esposa contando los billetes y las monedas. Sé por tus padres que mi hermana de la juguetería ha ido a vivir contigo y es ahora tu muñeca. Rudolf y yo vamos a ir a la Argentina. Debes ir a visitar nuestro rancho. Te recordaré siempre. Señora Rudolph Hapsburg und Porzelan (tu Belinda).