El color —o no-color— negro, en nuestra historia, ha sabido producir una multiplicidad de sentimientos: miedo, terror, incertidumbre, asombro, azoro, curiosidad… Hoy produce otro más: se llama envidia.
Los alquimistas de la Edad Media buscaban incansablemente el secreto para transformar cualquier cosa en oro. Eso generó envidias, pero nadie encontró nunca nada. O al menos el secreto nunca nos fue revelado. Hace algunos años la empresa inglesa NanoSystems produjo, o descubrió, el negro más negro de todos los negros. Un negro capaz de absorber hasta el 99.96% de la luz que recibe, algo insólito hasta hoy. La sustancia fue generada para camuflar satélites y para pintar aviones de guerra. Verán: una superficie rugosa, por ejemplo, pintada con este negro que se llama Vantablack, al ojo humano le parecerá prácticamente lisa. Lo que sucede es que este negro absorbe tal cantidad de luz que a la vista le resulta imposible distinguir las sombras que normalmente se generarían por el contraste de superficies, y en consecuencia el cerebro no logra interpretar la forma del objeto. Genial, ¿no?
Si recordamos que el negro es el resultado de la total ausencia de luz o de la total absorción de luz, ahora tenemos que poner particular atención en el hecho de que también hay niveles de absorción de luz y, por lo tanto, “tonalidades” de negro. Y aquí es donde radica el problemón que ahora nos acongoja. Veamos por qué.
El escultor indobritánico Anish Kapoor ha trabajado con este color de un tiempo a esta parte, pero no fue sino hasta hace poco que otros artistas empezaron a quejarse por ello: a principios del 2016, sir Anish hizo un negocio con la empresa ya referida y, como resultado, sólo él, en lo sucesivo, podrá utilizar este color. No sé más. No sé por cuánto tiempo. No sé si sus derechos de propiedad sobre el Vantablack durarán eternamente. Lo dudo. Nada dura tanto —aunque quizá la negrura-casi-absoluta sea una excepción—, pero mientras sus derechos de exclusividad duren, el mal de ojo le perseguirá: recordemos el origen etimológico de la palabra envidia, que procede del latín invidere, ‘ver de través’, o ver para dentro… o con mala leche, vamos.
Hay un señor que se llama Christian Furr y que está muy enojado, porque él quería usar el Vantablack para un proyecto que tiene, o tenía, al que pretendía llamar Animals. Pero ahora ya no lo puede usar porque Kapoor no lo deja, razón por la cual se encuentra muy molesto, según las manifestaciones que ha hecho ante diversos medios. Ha dicho incluso que esto le parece inaudito, que nunca antes había oído hablar de que un artista monopolizara un material. Y aquí hay un error. No creo que haya dicho esto por ignorancia, sino seguramente por descuido, presa de la ira. Cautivo de su furia, se ha olvidado de que en los años sesenta Yves Klein creó y patentó el célebre International Klein Blue, con el que barnizaría después a sus modelos para hacer sus antropomorphies. Pero poco importa. Repito que Furr seguramente se olvidó de Klein en su arranque violento de hombre iracundo y envidioso.
La envidia es muy fea. Siempre nos lo dijeron. Y yo también he notado que, paradójicamente, es igualmente curiosa. Me he dado cuenta de que suelo sorprenderme envidiando a alguien que tiene “algo” que en realidad antes no quería, y que empecé a querer cuando vi que ese alguien más lo tenía. No sé si así funcione con todo el mundo. Pero me temo, al menos, que sí es el caso del señor Furr.
Si al señor Furr tanto le interesa el Vantablack para su obra de los animalitos, puede —en lugar de refunfuñar y de envenenarse las entrañas— buscar un negro más negro que el negro de Kapoor. Que les ofrezca dinero a los de NanoSystems para que lo desarrollen y que les exija crear un Extra-vanta-black que absorba 99.97% de la luz recibida. No. Tengo una mejor idea. Le saldrá más barato: que busque en el fondo de su corazón; dicen los teólogos que no hay sentimiento más obscuro que el de la envidia.