
Pocas experiencias son comparables a contemplar el cielo. Despertar con la vista del sol naciente, sobrecogernos con un eclipse, contemplar el cielo estrellado en una noche oscura, jugar a ver las formas que tienen las nubes, descubrir una lucecita que aumenta su tamaño e imaginar qué puede ser, hasta enterarnos de que se trata de un avión: es conmovedor elevar la mirada.
Carl Sagan explica la emoción de ver al cielo con las siguientes palabras: “Existe la profunda y atractiva noción de que el universo no es más que el sueño de un dios, quien, después de cien años de Brahma, se disuelve en un sueño sin sueños y el universo se disuelve con él, hasta que, después de otro siglo de Brahma, se despierta, se recompone a sí mismo y comienza de nuevo a soñar el gran sueño cósmico. Mientras tanto, en alguna parte, hay un número infinito de otros universos, cada uno con su propio dios soñando el sueño cósmico. Estas grandes ideas son empañadas por otra, quizá incluso mayor, que dice que los seres humanos podrían no ser los sueños de los dioses, sino que los dioses son los sueños de los seres humanos”.
El ser humano se conmueve y no permanece indiferente ante el firmamento. Estas sensaciones nos han acompañado desde aquel lejano día cuando por primera vez alzamos la vista para contemplar el cielo y comenzar a hacernos las grandes preguntas. Durante milenios, la fascinación por la enormidad del cosmos y por los acontecimientos celestes han formado parte de nuestro capital simbólico: sea por el terror que algunos fenómenos astronómicos inspiran, por la idea de que nuestro destino pudiera estar escrito en las estrellas o por la inquietud científica que surgió en el mundo clásico y cristalizó en el Renacimiento, todo ello ha quedado plasmado en numerosas obras de arte de diferentes culturas y épocas: el maridaje entre el arte y el cosmos no es cosa nueva.
Antes de la invención de la fotografía y de su aplicación al estudio de los cuerpos celestes, los astrónomos con talento artístico tenían una gran ventaja sobre sus colegas, pues podían representar gráficamente los resultados de sus observaciones. Galileo Galilei, por ejemplo, ilustró lo que veía a través de su telescopio a partir de 1609: el relieve de la Luna, los satélites de Júpiter o las fases de Venus. Artistas de ese tiempo, algunos de la talla de Pieter Paul Rubens o Ludovico Cigoli, plasmaron en sus obras los descubrimientos de los científicos.

Dibujo de Galileo Galilei.
Desde los cielos pastosos de los impresionistas hasta los oscuros de manieristas como El Greco o los coloridos de Edward Munch, el cielo y sus elementos han formado parte importante de las composiciones artísticas. Las nubes son discretas protagonistas de muchas obras conocidas; algunos las plasmaron en un estilo libre, pero en otros la precisión y los colores permiten a los cazadores de nubes saber con detalle qué tipo de nube inspiró la pintura e incluso el tiempo que hizo ese mismo día. René Magritte tenía una fascinación por plasmar cielos con cúmulos nubosos y lo hacía en diferentes formas: Magia negra es un óleo en el que la modelo se va despojando de su humanidad para transformarse en cielo; también está Gratitud infinita,un lienzo en el que dos personajes aparecen caminando en la bóveda celestial rodeados de nubes.

René Magritte, Magia negra, 1945.

René Magritte, La gratitud infinita, 1963.
Ángel Zárraga, calificado por Pablo Picasso como el mejor pintor mexicano, combina los cielos contrastándolos con la figura de Charles Lindbergh y la silueta de un avión a sus espaldas. Pero Zárraga también transmite en sus creaciones una vena científica: le gustaba plasmar evidencias de sus conocimientos del firmamento en discretas pistas, como el óleo que pintó en 1927, Francia, la rosa del mundo, o en El cuerno de la abundancia, del mismo año, en los que da evidencia de la teoría del Big Bang y de la formación de cuerpos celestes.

Ángel Zárraga, Francia, la rosa del mundo, 1927.
Antes de que el universo fuera objeto de estudio de la ciencia, la bóveda celeste era una fuente de mitología astral, y las representaciones artísticas buscaban la visión del ser humano como reflejo de semejante inmensidad. Así, el cielo se convierte en una manifestación de trascendencia, poder, perennidad y de lo sagrado. Por eso, muchas obras de arte relacionadas con el cosmos son de corte religioso. Entre los pueblos mesoamericanos, por ejemplo, la observación de los astros era de vital importancia para el desarrollo de la agricultura y, por tanto, de la vida espiritual compartida por muchas sociedades.
Pero la perspectiva del hombre mirando al cosmos no es la única forma en la que el arte se relaciona con el universo. Después de 1950, Isamu Noguchi se planteó una visión diferente: crear proyectos más ambiciosos, destinados a espacios al aire libre y diseñados según los principios estéticos de los jardines japoneses, en los que grandes esculturas abstractas se disponen en lugares predeterminados para lograr un equilibrio y ser contempladas desde el espacio.

Isamo Noguchi, Conexión cósmica, 1960.
Otro ejemplo es In Orbit, una instalación de Tomás Saraceno, en la cual los espectadores se vuelven partículas dentro de un universo con el que pueden interactuar. Se convive con la pieza artística, dándole un sentido más completo y complejo, igual que el universo. Ya no somos sólo entes contemplativos, sino que formamos parte de la experiencia estética.

Tomás Saraceno, In Orbit, 2013.
La tecnología también se pone al servicio del arte para abordar el tema del universo. En el Museo de Toronto, Heart of Stars permitía a los visitantes crear constelaciones con sus cuerpos por medio de una pantalla y el uso del Microsoft Kinect. También Yayoi Kusama nos metía directamente a la experiencia del cosmos en Infinity Mirror Room, una instalación que consistió en una habitación negra con espejos en cada pared y piso, y un pequeño pasillo que la atravesaba; así, las personas se adentraban caminando alrededor de espejos de agua que reflejaban todo a su alrededor y, de pronto, unas pequeñas estrellas aparecían en el firmamento y se lograba apreciar ese abrazo tierno y frío que el universo nos da a cada segundo.

Yayoi Kusama, Infinity Mirror Room.
Desde la noche estrellada sobre el río Rodano de Vincent van Gogh, hasta la última estrofa del poema de en la Divina comedia, el arte siempre ha sido un medio de expresión en el que la belleza y el razonamiento humano se fusionan y es difícil distinguir si se ve el cielo en la mirada o todo es al revés.

Vincent van Gogh, Noche estrellada sobre el río Rodano, 1888.
