(Crédito: RON HEFLIN/ASSOCIATED PRESS)
Lo admito: me estoy haciendo viejo. Y es que ahora veo con claridad que se empieza a envejecer el día que uno se aferra a cosas que están inexorablemente condenadas a la desaparición.
Esto lo digo por un hecho en apariencia irrelevante, pero que a mis ojos —un tanto hipersensibles por la edad; perdón que insista en el tema— marcó el inicio de un proceso en el que el mundo, tal como lo conozco, empieza a desvanecerse. Y este hecho es simple: iba yo caminando rumbo a casa, muy de mañana, cuando vi que el videoclub del que era miembro —uno con nombre de película taquillera, todo en azul y amarillo— había cerrado definitivamente sus puertas. Ni un solo videojuego, ni un DVD. Nada, ni un estante. Suspiré y me dejé llevar por mis recuerdos…
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La historia dice que el videocassette —una cinta magnética que contenía información de audio y video analógicos— y la videorreproductora vieron la luz del mundo alrededor del año 1975, en forma del mundialmente famoso formato Beta o Betamax, desarrollado por Sony. Poco después vendría su acérrimo competidor, el VHS desarrollado por JVC. Y la historia refiere que ambos formatos entraron a los hogares a fines de los setenta y compitieron durante toda la década de los ochenta. En los noventa finalmente se impuso el VHS, amén. O algo así. Lo que Wikipedia —y quizá cualquier otra enciclopedia— no registra es cómo se vivió ese proceso a raíz de piso en una colonia popular del norte de la ciudad de México.
Situémonos en algún momento de la mitad de los años ochenta. La televisión domina el entretenimiento casero, y las grandes salas de cine se llenan de gente que va a ver los blockbusters hollywoodenses de la época —los cuales seguimos viendo hasta la náusea en las aburridas tardes de domingo de los sistemas de TV de paga. La televisión consta de unos cuantos canales: el 2, el 4, el 5, el 9, el 11 y el 13. El canal dos era la misma basura que es hoy, y los demás proyectaban películas mexicanas, cine permanencia voluntaria, caricaturas de la Warner Brothers y de Hanna-Barbera, emisiones educativas, noticias y variedades.
Los barrios acomodados —Polanco, Del Valle, Tecamachalco, San Ángel— contaban con televisión por cable. Los demás nos limitábamos a la programación de la televisión abierta. Y por esos días nos llegó la noticia de una invención que era “como la casetera de música, pero con cassettes más grandes, y que te permite ver películas en tu casa”. Obviamente, cuando las videocassetteras —que así se llamaban— entraron al mercado mexicano, eran objetos de lujo; el costo de los videocassettes era estratosférico y el catálogo, muy limitado. Por esa razón —y, también, por el conservadurismo provinciano de mi familia, ¿para qué lo niego?— fue que mis hermanos y yo tuvimos que esperar largos años para que los precios fueran accesibles y mamá se decidiera, por fin, a comprar un videocassettera.
Para entonces, ya había varios videoclubes funcionando en la colonia, y yo conocía las capacidades de “la video” —que era como se le conocía en el habla coloquial clasemediera— porque una de mis tías estaba casada con un empleado de General Electric, y le fue muy fácil hacerse de una casi al día siguiente que las videocasseteras llegaron a México. Entonces, al ir a visitarlos, tras hacer la maleta pasábamos al VideoCentro que se encontraba en la avenida o al VideoVisa que estaba instalado dentro de la Conasupo —es decir, una enorme tienda de la extinta Compañía Nacional de Subsistencias Populares; le digo que me crié en un barrio— para rentar los estrenos y una que otra rareza, empacarlos y llegar a disfrutar de ellos en la campirana casa de mi tía.
Recuerdo muy bien que los anuncios de la cadena VideoCentro —que, si mal no recuerdo, era propiedad de Televisa— se basaban en la idea de “la magia del video” como una posibilidad de tener acceso, en un mismo sitio, a toda la animación, el terror, el suspenso, el drama, el romance, el humor y la historia. Como propuesta era buena, y no dudo que gran parte de la convivencia social y familiar del periodo entre las décadas de los ochenta y los noventa estuvo marcado por el paso obligado al VideoCentro.
Pero también existían otras opciones. Porque en VideoCentro estaban, claro está, los grandes éxitos del mainstream hollywoodense, y otras películas de mediano pelo, algunas de acción muy barata, otras serie B, películas comerciales mexicanas —recordemos que por ahí se dio el boom del “nuevo cine mexicano”— y muchas infantiles. Donde uno podía encontrar verdaderas joyas era en los pequeños videoclubes de barrio, donde la candidez del microempresario hacía convivir en su catálogo a las producciones de los hermanos Almada, Cantinflas, Alfonso Zayas y la “India” María, con una que otra película de Werner Herzog, cine de terror clásico sesentero de la Hammer, películas bizarras de artes marciales y clásicos del cine mexicano. Y ni hablemos de los videoclubes “cultos” donde se reunía la gente pensante antes de que aparentar serlo fuera cool y las hordas de hípsters llenaran los pasillos del Videodromo de la Condesa.
Pasaron los años y llegaron los tiempos del compact disc, que se desarrolló a principios de los ochenta. Y ese medio de almacenamiento sirvió, más tarde, para albergar al DVD —siglas de digital versatile disc—, que poco a poco sustituyó a la cinta magnética, pues era mucho más pequeño y tenía una calidad muy superior de imagen y sonido, lo cual era necesario en virtud del avance tecnológico de los monitores de televisión. Calculo que el punto clave de la sustitución del VHS fue hacia el final del siglo XX, y los videoclubes, desde luego, adoptaron este nuevo formato en sus catálogos. Por esos tiempos también desaparecieron VideoVisa y VideoCentro, y el mercado quedó en manos de Blockbuster, cadena trasnacional de la que formaba parte mi querido videoclub, hoy en ruinas. YouTube, Netflix y la piratería habían ganado la partida.
Durante el reinado del DVD, tuve a bien empezar a vivir solo tras un divorcio doloroso. Me hice adicto al cine en casa, a tal grado que mi habitación es más home theater que dormitorio, y desde hace más de diez años no he visto otros programas de televisión que no sean los capítulos de las teleseries que consumo como si fueran desesperadas líneas de cocaína. En esa época, me hice cliente asiduo de un pequeño videoclub que estaba en una de las tantas esquinas en pancupé de la Narvarte. El dueño, que era vecino, se había convertido en una especie de amigo para mí cuando iba a mitigar mi soledad bebiendo un café y charlando con él acerca de las películas que nos gustaban. Un día, vi que empezó a meter todo en cajas. ‟Ya me pidieron el local”, me dijo; ‟si le gusta alguna película, llévesela”. Tomé una. Nos dimos la mano. No he vuelto a verlo.
Por eso le digo: uno envejece el día que se aferra a lo que está condenado a desaparecer. Como los Betamax, los VHS y los DVD. O los lugares. O los amigos. O todo aquello que entendíamos y que, poco a poco, está siendo sustituido.
Lo admito: me estoy haciendo viejo.