![Miguel Ángel Hernández Acosta](https://www.bicaalu.com/wp-content/uploads/miguel_angel_hernandez_acosta.jpg)
Debo confesar que no soporto a los padres que, al dirigirse a sus hijos, les llaman “campeones”: “Bien hecho, campeón”, “Tú puedes, campeón”, “A la próxima lo logras, campeón”. No recuerdo que mis padres me llamaran así, y alguien podría argumentar que por ello me molesta; sin embargo, después de mucho intentar explicarme esta antipatía, llego a la conclusión de que mi pasado poco tiene que ver con ella.
No puedo decir que nunca me he sentido tentando de decirle así a mi hijo o de, al hablar con otros padres, presumirles algún logro suyo, pero trato de controlarme. Lo anterior resulta casi imposible porque, como padres, inevitablemente nos enorgullecemos de las medallas conseguidas por los hijos, de la nueva palabra que usaron e incluso de la forma en que van al baño: cualquier gracia sirve para sacar a relucir lo bien que los hijos hacen las cosas y, por consecuencia, lo bueno que es uno como padre.
A pesar de ello, a mí me cuesta mucho atribuirle esa gran carga a mi hijo, pues la idea de que deben ser exitosos hace que los niños, y luego los adultos, sientan la necesidad de nunca fracasar. Vemos en la calle a un pordiosero y lo llamamos fracasado, al empresario que viaja en un carro del año lo creemos un hombre exitoso, y así vamos por la vida calificando como malo todo aquello que no cumple con nuestros ideales y como bueno lo que nosotros ya conseguimos o deseamos lograr. El éxito es tan subjetivo como cada persona; por ejemplo, no ingresar al bachillerato de la UNAM para algunos puede ser un fracaso, mientras que para otros tener un sitio asegurado en un colegio de bachilleres es un éxito.
Hace algunos años escribí un texto sobre el éxito literario. ¿Qué es el éxito literario?, me preguntaba: ¿ganar un premio, publicar un libro, tener lectores, ser reconocido por los críticos como escritor? Recuerdo que la conclusión provocó burlas por parte de algunos amigos y, aunque en el fondo reconocía que sus peros al artículo eran válidos, no dejaba de creer que escribir todos los días y no renunciar a hacerlo era ya un éxito literario.
Algo similar ocurre cuando me enfrento a la terrible pregunta de un amigo a quien hace mucho no veo: “¿Y qué andas haciendo?”. Algunos de mis conocidos ahora son empresarios; otros, líderes en sus campos, y unos más han puesto negocios que les dejan enormes ganancias. Yo —que me siento bien con mi presente— les cuento que leo libros, que escribo de forma constante y que organizo pláticas con personas a quienes les interesa lo mismo que a mí; muevo los brazos y alzo la voz emocionado, pero ellos me miran con una interrogación que nunca logro despejar. Y bueno, no es que lo antes descrito represente para mí el éxito, sino que lo concibo como los logros que uno obtiene tras el esfuerzo diario, después de varios tropiezos; como aquello que llega luego de muchos fracasos y equivocaciones. Debo aclarar, sin embargo, que eso mismo que a veces me pone eufórico, en ocasiones me parece poco. El éxito y el fracaso son así: el éxito de hoy puede ser el fracaso del mañana, y viceversa. Quizá por eso me gusta imaginar que el secreto es no pensar en el éxito constantemente y verlo sólo como una meta.
Cuando uno concibe el éxito como lo único importante, ya hemos dado el primer tropiezo. ¿Cuántos descubrimientos se han hecho por accidente o por un trabajo previo que implicó muchos fracasos, y cuántos al primer intento? Si la respuesta tiende a favorecer la primera parte de la pregunta, ¿por qué creemos que el éxito es el objetivo principal? Una vida exitosa, desde este punto de vista, sólo podrá evaluarse hasta que la persona muera. En tales circunstancias, ¿sirve para algo el éxito? ¿O es que el Éxito, con mayúsculas, se reconoce al evaluar los logros menores previos? Y, por otro lado, ¿un logro a temprana edad es un éxito? Pensemos en esos grandes boxeadores que lograron campeonatos, dinero y fama, que fueron “exitosos” y que al final de su vida cayeron en la drogadicción, la pobreza y la locura… ¿Ellos son o fueron exitosos?
Un crítico literario inglés señalaba que la literatura necesita más autores que se enfrenten al fracaso, pues de este modo se esforzarían mucho más por escribir mejor. Y esta sentencia podría aplicarse a todos los campos de la vida. En la televisión, por ejemplo, hay programas con gran audiencia, pero con contenidos muy pobres debido a que no se les exige más; tenemos malos políticos porque no los obligamos a ser mejores; nuestros hijos se acostumbran a la medianía porque les hacemos creer que hasta un logro mínimo es ya un éxito… Y al llegar a la meta, al conseguir el objetivo, ¿vale la pena esforzarse más? Creo que no, o al menos ésa es la idea que nos hemos formado.
El éxito —hoy lo sigo creyendo— es no darse por vencido, intentarlo una vez más cuando creemos estar a punto de desfallecer; es tropezarse con el único fin de saber que somos capaces de levantarnos. Cada vez que nos obsesionamos con el éxito, lo que nos predestinamos es el fracaso y la tristeza. Vivir para alcanzar el éxito —para llegar al Cielo y ser redimido tras la muerte— es dejar de pensar en el presente y de valorar cada cosa buena o mala que nos sucede. El éxito, en realidad, es un concepto que nos limita, pues basta con conseguirlo para dejar de intentar algo más. Los éxitos, más que las derrotas, son los que nos llevan al conformismo.
Por eso cuando escucho a un padre decirle a su hijo “campeón”, creo que en el fondo le está enseñando que el éxito es bueno por sí mismo, que no importa cómo se llegue a él ni a quién haya que atropellar o dejar atrás. La obsesión por llamar a los niños “campeones” les hace creer que sólo eso es lo que nos enorgullece como padres, que en la medida en que triunfen vale la pena vivir. Pero, ¿es esto lo que queremos enseñarles?, ¿únicamente en estos casos los queremos y valen como individuos?
La obsesión por el éxito también nos condena a creer que no alcanzarlo nos convierte en fracasados y, estoy seguro, ésa es la peor manera de afrontar la vida.
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