Cuando éramos pequeños, pensábamos que existía una especie de manual para la vida, el cual nos transmitían, primero, los padres, después los maestros y las escuelas y, por último, quizás algunos jefes o mentores. Y podría decirse que eso funciona bien: haz esto y te irá así, evita aquello y te irá asá, y en general —no sin unos golpes y caídas— así sale uno preparado para recorrer el sendero de la vida.
Pero hay cosas de las que nadie te habla, ni mamá ni papá, ni los sabios maestros ni los exigentes mentores, salvo cuando es ya demasiado tarde y las que debieron haber sido advertencias se convierten en consejas y burlas. Me refiero, claro, a “la edad de los nuncas” —o, como le llamo yo, a la otra “edad de la punzada”—, cuando hombres y mujeres empezamos con la aburrida cantaleta de “…caray, esto NUNCA me había dolido”, “…pero si esto NUNCA me había hecho daño” o, la más penosa, “…híjole, NUNCA había tenido que tomar tantas pastillas”.
Cabe aclarar que no estoy hablando de padecimientos serios o de enfermedades de las que nadie con un asomo de piedad se burlaría o aventuraría bromas. Más bien me refiero al molesto “dolorcito” que arrastramos desde hace años y que ningún doctor ha logrado curar, a las noches en vela por el ardor —y no de la pasión, sino de un esófago con acidez—, a los insomnios repentinos, a las lastimaduras provocadas por el movimiento más simple y, desde luego, las “punzadas” que a cada tanto nos receta el nervio ciático.
Estos achaques, como se les llama en el habla popular, son tales no cuando forman parte de un cuadro de síntomas serios, sino cuando simplemente son producto del natural desgaste que sufren la carrocería y la maquinaria del cuerpo, merced a cuatro o cinco décadas de rodar por esos malditos caminos llenos de baches que conforman nuestro sendero de vida. Y son como las heridas del alma: duelen, a veces mucho, pero no tanto como para impedirnos seguir caminando.
Por supuesto, no a todo el mundo le va igual: hay quienes por costumbre o desidia elegimos el sedentarismo —ya sabes: leer, escribir, pensar, filosofar… de todo, pero sentado— y, al arañar el medio siglo de edad, entramos en conciencia, compramos unos tenis y empezamos a huir de un infarto prematuro dando vueltas en una pista de jogging… y luego por el pasillo de la farmacia, donde adquirimos pomadas, ungüentos, vendas y otros aditamentos que nos libren de calambres y dolores —lástima que no vendan también aceite uno-dos-tres para las articulaciones.
Otros, que desde décadas antes eran asiduos al deporte, resienten otro tipo de punzadas: el desgaste en las rodillas de la corredora, o las lesiones del tobillo del que practica artes marciales y, olvidando que ya no tiene veinte años, intenta una patada voladora con dos giros al frente, cae mal y termina con un esguince o algo peor… como la vergüenza de ser objeto de la atención de solícitas practicantes jóvenes que acuden al rescate a la voz de “¡Ya se lastimó el señor!”
Un síntoma delator del “cuarto piso” y los que le siguen es el pujido. Sí: cual María Victoria, “la dama del pujidito”, te levantas de la cama y pujas; te sientas de golpe y pujas; haces un esfuerzo y, desde luego, pujas; entras a tu coche y pujas, y ya no hablemos de los encuentros cercanos, en los que los poco edificantes pujidos intercalan con calambres y sudores… y a eso le llamamos pasión.
Circula en internet un meme de un grupo de ancianos motociclistas, con pinta de haber sido maleantes en la juventud, y que porta el marbete de “los chicos malos”; y sí, uno está malo del corazón, otro de la columna, uno más de la rodilla y, después de una reunión, casi todos están malos del estómago. Por eso en esas tertulias ya no se sirven pizzas, alitas y cerveza, sino ensaladas, verduritas y leche —y, al final, ¡un brindis, bohemios, pero con omeprazol para poder pasar la noche!
La manera en que uno asume estos cambios corporales también varía: se cree que el género masculino los acepta con mayor aplomo, resignación y hasta humor —apoyo esa teoría: prueba de ello, este texto—, mientras que las féminas son presa de angustias, tristezas y depresiones. Pero en años recientes, creo, la situación se ha emparejado: cada vez más hombres tiñen las canas de su barba, se someten a dietas o cirugías, o se ejercitan con singular empeño —muchas veces, para acortar la diferencia de edad con la “novia” de veintitantos años: un síntoma más de esta segunda “edad de la punzada”.
Y sí: mucha risa ahora, pero no hay tanta alegría cuando estos achaques se juntan con las pequeñas tragedias de la vida, como el crecimiento de los hijos y su partida, o con las grandes, como la muerte de los padres o la detección de una enfermedad como la hipertensión o la diabetes: en esos momentos, unos y unas nos sentimos a bordo del primer carrito de la montaña rusa cuando ha terminado el ascenso, estás hasta arriba… y te das cuenta de que el resto es pura bajada.
Entonces, así como en la pubertad uno está en un punto indefinido entre la niñez y la adultez, en esta segunda “edad de la punzada” ya no se es joven, pero tampoco viejo. Así pues, con dolores que nunca habíamos sentido —algunos más en el alma que en el cuerpo—, incluso cojeando a veces y con crisis de vida que no se resolverán, aquí seguimos, los que seguimos. Y en estos tiempos, con achaques y todo, eso ya es ganancia…