
Érase una vez una piedrita perdida en el borde de un peñasco; una lisa, oval y diminuta piedrita enamorada del viento, del olor a hierba fresca, de la sinfonía del bosque y de la sombra generosa de los enormes árboles. Era feliz, a pesar de ignorar totalmente cómo había llegado a la existencia y si tenía una meta o destino para sí misma.
Un buen día, contempló en el alto y lapislázuli firmamento un majestuoso halcón suspendido en la inmensidad. De esta forma, día tras día, sin saber de dónde o por qué, sufría impulsos que la animaban a nuevos descubrimientos, sentimientos y alegrías; fue así como, al contemplar el vuelo de aquella ave extraordinaria, deseó alcanzar las alturas y poseer la robustez y frondosidad de los preciosos árboles que la circundaban, cuyas ramas caprichosas parecían alzarse como brazos en devota actitud. Una jubilosa exclamación, sin saber de dónde y dirigida a quién, se le escapó del alma:
— ¡Tú, quienquiera que seas y que innegablemente regulas la armonía del mundo! ¡Te suplico que me hagas árbol! ¡Conviérteme en un árbol, por favor! —dijo emocionada.
Cerca de ahí estalló un sonido grave y ensordecedor que comenzó a progresar en ondulaciones escalofriantes. Dos bramidos de la misma naturaleza acompañaron al primero en un rugido monstruoso. Eran carcajadas…
—¿Han escuchado semejante bobería, hermanos míos? —bufó un enorme roble.
—¡Menuda idiotez! —rió una haya.
—Eres lo que eres, roca insignificante —gruñó un olmo—. Deja de desear necedades y acepta tu condición.
Luego, el estruendoso e hiriente retumbar de carcajadas volvió a inundarlo todo y no cedió sino hasta muchos minutos después. Fue entonces, por primera vez, que una profunda tristeza invadió el corazón de la piedrita, y su agudo sufrimiento transformó sus palabras iniciales de dulces a completamente amargas.
—Tú, quienquiera que seas y que innegablemente regulas la armonía del mundo, eres cruel, pues sembraste en mi alma un deseo que nunca podrá realizarse. Desde hoy ignoraré tu existencia y no te hablaré más.
Algunas lunas después, una lluvia torrencial arrancó a la pequeña piedra del lugar donde se hallaba y la arrojó al vacío. Pronto, el lodo la sepultó completamente. No quedó más que oscuridad y un profundo silencio. “Es mejor así”, se dijo amargamente…
Tras algunos días, la piedrita despertó sintiéndose diferente. Su modorra desapareció de súbito al contemplarse alargada y con cuatro brazos diminutos, cuyos pequeños deditos verdes se agitaban con la fresca y tempranera brisa.
—¿Qué me sucede? —exclamó tartamudeando.
—¿Qué habría de estarte sucediendo, pequeño árbol? —inquirió el mismo roble que alguna vez se carcajeó—. ¡Bienvenido!
–¡Pequeño árbol! —exclamó desconcertada—. ¡No puedo ser un pequeño árbol! ¡Soy una pequeña roca! ¡Debo ser una pequeña roca! ¡Ustedes mismos se burlaron de mis ganas de ser algo más!
Otro árbol rió, pero esta vez la risa era algodonosa y amigable:
—Bueno, pequeña —dijo la haya—, lo más seguro es que te hayas engañado a ti misma.
—Y en cuanto a nuestra grosera actitud hacia ti —retomó el olmo—, debes entender que desde aquí arriba es muy difícil diferenciar a una roca de una semilla.
Fue entonces cuando la alegría y la reverencia por el mundo regresaron de golpe al corazón del pequeño brote que alguna vez se imaginó a sí mismo como una piedrita.
—¡Tú, quienquiera que seas y que innegablemente regulas la armonía del mundo! —gritó y agitó sus diminutas ramas con reverente agradecimiento—: ¡Gracias!
Entonces, el viento acercó una dulce voz desconocida, un delicioso susurro como jamás había escuchado el pequeño árbol: “Yo no sería capaz de sembrar en un corazón un sueño irrealizable”.
