La rata

La rata
Luis Fernando Escalona

Luis Fernando Escalona

Ficciones

Estar despierta es un infierno; pero dormir cuando él no está, se vuelve aterrador. Siempre veo la misma escena: su cara enrojecida, hinchada, con los ojos inyectados de sangre y esa expresión horripilante, cargada de odio, acercándose hacia mí con fuerza, con brutalidad. Cada vez que llega a la casa, después de algunos días de ausencia, el ritual se reinicia siempre con la esperanza de que algo cambie; pero ahí está, despeinado, con la camisa desabotonada, el sudor concentrado, la barba crecida y el vientre más abultado. Su figura entera resulta imponente.

Llega sin saludar ni mirar a los ojos, pero con la certeza de que todos estaremos en nuestros lugares. Todo debe estar como él lo espera. Carmen y Rodrigo no lo entienden bien, pero saben lo que tienen que hacer: decir que sí a todo lo que él diga, sin titubear, sin dar pie a preguntas encolerizadas; no molestarlo ni hablarle a menos que él así lo requiera. Y yo, sirviéndole la sopa caliente y picosa para que le ayude a calmar los nervios, a sudar la borrachera. Entonces, le doy su cerveza fría y, al final, su café. Si todo sale bien, se irá a dormir y despertará hasta el día siguiente; con resaca, de mal humor, pero sin haber lastimado a nadie.

Si no es así, si algo se sale un poco de su expectativa, cualquier cosa puede pasar. La última vez, por haber atendido a Rodrigo un momento antes de servirle, la sopa se calentó de más; él le dio la primera cucharada y rugió: de su boca salió fuego, palabras que perforaban el alma, manotazos y golpes; la silla acabó en el suelo y el plato, hecho pedazos. Su cuerpo se irguió, con los niños quietos como estatuas y yo rogando para que no se desquitara con ellos. Entonces él se acercó hacia mí, vociferando. Las disculpas no fueron suficientes. Su mano se estrelló contra mi rostro una, dos, tres veces. Por un momento, perdí la visión. Sentí cómo jalaba mi cabello con fuerza, sentí los golpes, escuché los gritos de los niños, en mi cabeza los veía ahí, abrazados en el rincón, sollozando, con el miedo escurriéndoles por los ojos.

Y entonces, de pronto, él se va. Nunca sabemos por cuanto tiempo, pero se desaparece durante algunos días. Eso da oportunidad de que los niños se calmen, de que vuelvan a una frágil quietud y al silencio de la incertidumbre. Yo debo calmarme, ser fuerte, mentirles con el “todo está bien”. Pero en las noches, sin su presencia, cuando todo debería ser un momento para descansar del infierno, él vuelve una y otra vez al otro lado de mis párpados, con su cara fulminándome, convertido en un monstruo de ojos inyectados de sangre y dientes tan grandes como los de un animal que se muere por comer.

Rata

Despierto, entonces, con el corazón ansiando salirse de mi pecho, desesperada por huir. Y yo ya no puedo, ya no me quedan fuerzas para seguir. Porque si no me mata él, lo hará esta pesadilla que se repite, que me hace pensar que quizás es mejor no dormir. Porque la realidad la conocemos, nos la sabemos de memoria; pero los sueños no, y me da miedo que se desquite con los niños. Eso no puede seguir así.

Así que el día que él regrese con los ojos abotagados e hinchados por tanto alcohol, yo prepararé la sopa y a su plato le pondré un ingrediente extra, sacado de ese frasco con un líquido oscuro que me dio mi hermana para que las ratas dejaran de hacer hoyos y atravesar los muros de la casa. Me jugaré el todo por el todo: si nota algo raro en la sopa, esperaré el castigo y aguantaré otro día más, repitiéndome que pronto acabará de descargar su furia; si no es así y se toma la sopa como siempre, sabré que la rata no volverá a la casa y que las noches serán, en algún momento, diferentes, sin la repetición alucinante de su cara deformada sobre mí.

La puerta se abre. Se escuchan sus pisadas lentas, dispares. Su presencia se yergue sobre el umbral de la cocina. Los niños esperan en sus lugares. Él se sienta como siempre, como si nada hubiese sucedido.

—La comida está lista —le digo.

—Qué bueno —responde con las palabras resbalando por su boca—. Muero de hambre…

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