Foto: Kirk Willis
Los zapatos sirven para amortiguar el dolor de los pies que andan largos trayectos, para patear piedras mientras cavilamos sin que alguno de nuestros dedos corra peligro, para adornar la vanidad con elegancia y para protegernos de los aguijones de abejas que yacen en los jardines. También sirven para que las plantas no se derritan cuando hace mucho calor, para no ensuciarse con el lodo que otros han dejado y para pisar fuerte sin tanta desidia.
Los zapatos son útiles, sobre todo, para ejercer la memoria; nos acompañan a todos lados y son los verdaderos testigos de nuestra continuidad. Incluso nos inyectan la energía necesaria cuando nos quedan pocas fuerzas para seguir avanzando. Cada par tiene su historia y recorre caminos distintos. Algunos se han manifestado en movimientos políticos y otros son cómplices de nuestros enamoramientos —además son lo suficientemente prudentes para darnos espacio en la intimidad. Hay algunos que nos sostienen durante la espera de interminables filas burocráticas y otros durante aquellas que conducen a las metamorfosis más urgentes. Hay unos que conocen la nieve, que se han perdido en la selva, que han cruzado ríos abundantes o han pasado sobre sustancias insólitas, por experimentar, por aventureros o porque no temen vivir cosas distintas, pues saben que tomar riesgos es parte de esa inagotable búsqueda de aquello que llaman felicidad. Hay otros más conservadores que sólo asisten a eventos exquisitos, que buscan rodearse de quienes consideran dignos de su compañía o con quienes comparten similitudes específicas. Algunos zapatos se enamoran y otros huyen del pasado. Unos evitan ser pisoteados y otros bailan hasta el amanecer, para expresar su libertad o rebelarse contra el tiempo. Están también aquellos que corren para sentir las ráfagas de inercia sobre su piel de tela y otros que van sin rumbo fijo.
Su diversidad es infinita y las combinaciones, increíbles. Por eso cuando uno viaja se debate tanto entre cuáles debe empacar, pues en el fondo sabe que la experiencia, el último eslabón para que adquieran vida, se la dan nuestros pies.
Lo cierto es que todo calzado se cansa y después de un determinado número de viajes también muere. Cuando unos zapatos envejecen siento que me despido de una etapa, que se cierra un ciclo y le pongo punto final a un pequeño fragmento de mi biografía. Al ver que sus viejas costuras se debilitan y los agujeros en crecimiento me anuncian la inminencia del final, antes de tirarlos a la basura, les tomo una fotografía para nunca olvidar por dónde hemos ido y lo que hemos compartido.
Sin importar cuánto tiempo hayan durado y a fin de combatir la nostalgia que la despedida me produce, pienso que lo valioso no son ellos como objeto sino su semblanza; que a pesar de ya no estar conmigo no desaparecen, pues sus fotografías se suman a mi repertorio personal y me confirman que los recuerdos no caducan. Dicho de otro modo, la acumulación de las imágenes de mis zapatos constituye mi memoria y sólo a través de ella soy capaz de asumir mi presente.
Es cierto, por otra parte, que a veces las piernas no nos preguntan el rumbo y que la memoria es arbitraria, que no siempre repasa lo deseado. A veces es tan traicionera que revive a nuestros fantasmas en situaciones disfrutables y nos despierta de madrugada traduciéndose en angustia. La memoria es una gran caja a la que siempre parece sobrarle espacio para almacenar nuevas cosas, remembranzas que en menos de un instante justifican o lastiman toda una existencia, enseres que producen la eterna melancolía de lo ya transcurrido y las culpas más elocuentes, los pinceles que dibujan las cicatrices más profundas. La memoria, sin embargo, también atesora anécdotas divertidas y produce muecas espontáneas, nos hace sonreír cuando aquello que se evoca es natural o verdadero, y es tan indispensable como el cable que lleva oxígeno a nuestro cerebro. Es una indescifrable locomotora que arrastra los vagones del tiempo y, en resumen, un mapa de los caminos por donde nuestros pies nos han llevado, los vestigios de nuestras huellas, el resumen de lo que somos.
Ahora que empaco y he de elegir con qué zapatos continuar este largo viaje, he decidido no llevar ningunos. Tomaré las fotografías de todos aquellos que he usado a lo largo de mi vida y, sin temerle al retroceso o a pisar el suelo con las plantas desnudas, las uniré con una liga y las guardaré en mi maleta. Empacaré mi memoria.