A lo lejos, muy a lo lejos se escucha el sonido de un tren. Corro desesperada por una caja llena de bolsas de comida y todas las mujeres que están ahí se empiezan a reír de mí. “Va para abajo, güerita, va para abajo, ni te preocupes, ni te apures…” Tiempo después se escucha otra vez el mismo sonido y, sin saber nada, veo cómo, con una rapidez inaudita, todas las mujeres dejan lo que están haciendo y salen disparadas a recoger las cajas mencionadas, gritando ahora sí: “¡¡Va para arriba, va para arriba, güerita!!”
Y así, en menos de lo que canta un gallo, llegamos todas a las vías del tren, que se encuentran a aproximadamente trescientos metros de donde está el comedor; llegamos a repartir bastimentos a ese tren mal llamado o, mejor dicho, bien llamado, La Bestia; esa bestia que transporta ilegalmente a cientos de migrantes cada día, esa bestia que los mutila, los atormenta, los asolea y les promete llevarlos a su destino con paso seguro, sin que ellos puedan darse cuenta que ese monstruo de mil ruedas se alimenta cada día de sus desdichas.
Ahí estamos parados todos juntos, al mismo tiempo y en el mismo espacio, las diez Patronas, cientos de migrantes colgados en la parte final de los vagones, otros parados en el techo, algunos escondidos en los remolques y otros más metidos en las entrañas de esa bestia maldita. ¡Ah, sí!, y una servidora con una caja, en cuyo interior hay quince bolsas de plástico perfectamente bien anudadas, las cuales a su vez contienen cuatro panes de agua, un cuarto de arroz, uno de frijol, quince tortillas y, cuando la buena suerte cae, una pequeña lata de atún. Otras compañeras llevan pasteles —”calidad tres días de antigüedad Chedraui”—; algunas más cargan bolsas con pan dulce, y otras —las más aguerridas tal vez—, tres botellas de plástico llenas de agua, anudadas con un pequeñísimo hilo de rafia que juras en cualquier momento se romperá, a lo mejor por el hilo, por el peso de las botellas, por la velocidad de La Bestia o por la angustia de atraparlas de ese migrante sediento que, muy probablemente, lleva días sin consumir el líquido.
Son cinco minutos, seis, quizá siete… ocho y ¡¡no más!! Muy cortos son esos minutos en los que las ansias de recibir chocan con las ansias de dar lo que se pueda en el momento: un bastimento —cuando alcanzan—, un medicamento, una cobija, una sonrisa o un simple “Buen camino, migrante”; ocho minutos que te marcan para siempre, ocho minutos donde sientes todas las emociones encontradas: placer por dar, alegría, entusiasmo, impotencia, enojo, tristeza, desesperación, angustia… La angustia de ver a un migrante que se baja, mejor dicho que se avienta de La Bestia para tomar lo que pueda de agua o de comida y luego, en un intento desesperado por parte de él y de nosotras, verlo correr desenfrenado, intentando volver a entrar a las entrañas del tren de la muerte. Y los gritos, los gritos aterradores de migrantes y patronas: ¡¡SÚBETE!! ¡¡SÚBETE!! ¡¡TE VAS A MATAR!!! —creo que jamás los olvidaré.
Ocho minutos en los que los migrantes tienen la bendición de ver —literalmente— cómo de pronto les llueve comida y agua del Cielo, cómo las bendiciones les llegan después de varios días sin comer, de días sin tomar agua; algunos de ellos —los más, quizá— ya han sido violados, mutilados, torturados o secuestrados en el camino y, de pronto, sin saber cómo ni por qué, aparecen diez mujeres y varios voluntarios a su encuentro para entregarles, así sin más, un poco de esperanza.
La pequeña esperanza de saber que todavía se puede confiar en el prójimo, un destello de luz para creer que a partir de ahí ya todo estará bien en el camino, que partiendo de ese pequeño municipio llamado La Patrona, el Cielo, al fin, los colmará de cuidados y que ya nada les va a pasar. Qué triste es saber —para los que abajo de La Bestia nos encontramos— que apenas han cruzado dos partes del Infierno y que les quedan siete círculos más —citando a Dante y su Divina comedia—; siete círculos de este insufrible infierno llamado México: los agentes migratorios, los zetas, la border patrol, un kilométrico muro, un pollero —o dos o tres, dependiendo de la honestidad de los mismos—, unos falsos nacionalistas estadounidenses que desean matarlos como perros apenas entren a su territorio porque “no son dignos de pertenecer a tan honorable país” y, al final del túnel —si es que lo hay—, se vislumbra un trabajo de indocumentado o ilegal, en el que ganarán ocho dólares la hora.
Pero, en toda buena historia siempre hay un pero. Pero, valga la redundancia, éste digamos que es un buen “pero”: no es el pero de la tragedia, es más bien un pero de la oportunidad, ya que mientras los migrantes llegan o no a su destino, en el viaje se encuentran con diez increíbles patronas que los ayudan en la medida de lo posible a hacer un poco más tolerable el camino.
Estas mujeres llevan veintiún años realizando la misma labor todos los días. Sí, leyeron bien, veintiún años. No les importa si es Navidad, el Día de la Madre o su cumpleaños, ellas se despiertan cada día de su vida a preparar diez kilos de frijol y diez kilos de arroz en leña, ¡no vayan a creer que en una estufa de gas!, ya que como ellas mismas me dijeron: “No, güerita, ¿cómo crees? Si no alcanza pa’ frijol, cuantimenos pal gas”.
Ellas, las “Patronas”, todos los días embolsan pan de agua, pan dulce, pasteles —metidos en bolsa con tres nudos para que no se les vaya a romper y les lleguen bien a los migrantes—, arroz y frijol. También les preparan tres botellas de agua “pa’ pasar el bastimento, porque sin agua no se puede, güerita”.
Eso sin contar que cuatro días a la semana, a las siete de la mañana, salen a Córdoba, Veracruz en una camioneta vieja y destartalada a recoger el pan “donado” por la tienda Chedraui —cabe mencionar que muchas veces la tarea les toma tres o cuatro horas. Esa tardanza se debe, claro está, a que, como toda buena institución altruista en México lindo y querido, hay que cumplir con una serie de reglamentos absurdos y obsoletos por los cuales —ya se imaginarán— la panadera debe firmar un documento, el “Doce” —también conocido como el gerente— da fe de que se está sacando el pan viejo de la tienda, el policía pesa y evalúa el contenido de las cajas, firma un papel y da el visto bueno sobre “la preciada mercancía”, y luego se busca de nuevo a la panadera para que autorice la salida. Después de dos horas, las mujeres por fin están fuera con trescientos panes duros, ocho o diez pasteles y unas empanadas de extraño, muy extraño relleno, listas para continuar con el trabajo en el albergue “La esperanza del migrante”; pero a ellas no les importan esos trámites burocráticos sin sentido, las Patronas realizan su labor con gusto, reciben el pan viejo y duro con la ilusión de darle de comer aunque sea por un día a cien, doscientos o trescientos migrantes.
Ellas cuidan ese pan como a su propia vida, así como cuidan el arroz —que nunca se les quema y siempre les queda infladito— o las latas de atún donadas o las cartas que reciben para poner en las bolsas. Y qué decir de los frijoles. ¡Uy, los frijoles! “Esos frijoles que siempre van con su hoja de aguacate, para darle buen sabor y que les gusten mucho”, como siempre dice Antonia.
Y así todas las mañanas, mientras tú duermes o corres para estar en forma o vas al gimnasio o te alistas para ir a trabajar. En un pequeño municipio llamado La Patrona, en Veracruz, doña Leonila, Bernarda, Antonia, Norma, Karla, Lupe, Lilia, Mariela, Julia y Rosa despiertan; ellas no tienen más tiempo para dormir, no les da tiempo para ir a correr y tampoco asisten a un gimnasio; ellas simplemente despiertan y van a su trabajo, sin maquillarse o ponerse bonitas para quedar bien con el jefe o sus compañeros de la oficina.
Ellas, las Patronas, viven cada uno de sus días sólo para cocinar, embolsar, aventar y alimentar a esos “nadies” del poema de Galeano, esos nadies que sueñan con alcanzar su preciado “sueño americano”, esos nadies que nosotros no vemos porque no queremos, porque son invisibles, porque no existen, porque no están ahí, porque no pertenecen a mi realidad y porque a nosotros —siendo honestos— nos da igual dónde quedan países como Guatemala, Honduras, Nicaragua o El Salvador; nos vale lo que vivan los migrantes porque “están muy lejos de donde yo estoy y no me afectan”. Esas banderas blanco con azul, que no comprendemos y no queremos aceptar, están pero no están, existen pero no existen.
Gracias a Jesús, a Dios, a Alá, a Buda, a Mahoma, al Universo o a la ciencia, me da igual. Gracias a lo que sea existen mujeres como las Patronas, mujeres que pueden ver lo que tú, yo o nosotros no tenemos la capacidad de ver; mujeres que trabajan día a día para ver y ayudar a los que nosotros consideramos invisibles, inservibles e intangibles. Ellas los ven, les sirven, los sienten y saben que están ahí y necesitan ayuda, aunque el resto de la humanidad no se percate de su presencia.
¡Dios bendiga a las Patronas!