En la literatura medieval, un bestiario comprende una colección de relatos, descripciones e imágenes de animales reales o fantásticos. En estos textos se combinaban precisos detalles de la historia natural de las especies con cautivantes y fantasmagóricas crónicas sobre su comportamiento. Asimismo, tanto la conducta como los atributos físicos de los seres vivos tratados en esas obras literarias servían como metáforas para la instrucción religiosa, moral y de preceptos políticos de quienes las leían.
Pero los bestiarios no solo se limitan a esas obras editadas durante el Medievo. También los hay de autores contemporáneos como Juan José Arreola (1918-2001), Jorge Luis Borges (1899-1986), Julio Cortázar (1914-1984) o Javier Tomeo (1932-2013). En sus bestiarios, dichos escritores deleitan nuestra imaginación con historias de animales prodigiosos, las cuales aún continúan ligadas a la fantasía, la tradición, la conseja y hasta el terror.
Así, Arreola describió a detalle, con su prosa excepcional, la apariencia y conducta de más de una veintena de animales: “…las jirafas quisieron ir por encima de su realidad corporal y entraron resueltamente al reino de las desproporciones”. Por su parte, Borges nos presenta, como él mismo lo dice, el jardín zoológico de las mitologías donde convive el horroroso basilisco de mortífera mirada con la mandrágora, planta antropomorfa cuyo grito puede enloquecer a quien lo escucha.
En el bestiario de Cortázar viajamos a “otras posibles realidades” donde se crían mancuspias y un hombre, de vez en cuando, vomita un conejito. Para Tomeo, los animales familiares como el perro, la paloma o la tortuga tienen personalidad propia, saben de sus problemas y les gusta hablar de cómo sus hábitos o apariencia han servido de inspiración para forjar parte del carácter cultural de la civilización humana a lo largo de la historia.
Sin embargo, no hablaré de estos fabulosos bestiarios contemporáneos, sino de aquellos hermosamente ilustrados y que datan de los siglos XII y XIII. Uno de ellos es el llamado Royal 12 C, confeccionado en algún lugar del centro o norte de Inglaterra entre los años 1210 y 1220. Sus dimensiones son de 235 mm de alto por 165 mm de ancho y se encuentra en resguardo en The British Library; por fortuna, existe una versión digital en la que es posible hojear sus 69 folios.
Las imágenes del bestiario digital en cuestión están acompañadas con textos en latín —al consultarlo, hay que activar el botón “Read” para que se despliegue una reseña en inglés del texto y de la imagen mostrada en cada folio—; por ejemplo, en los folios 9v-10 se presenta la ilustración de una mítica criatura presente en casi todos los bestiarios: el monoceros o unicornio, un animal que asemeja un caballo con cola de jabalí y cuya cabeza de ciervo se encuentra coronada por un largo cuerno. Asimismo, en la imagen se ilustra la forma de cazarlo, usando a una doncella como señuelo para atraerlo: mientras el animal descansa confiado sobre el regazo de la damisela, los cazadores aprovechan la oportunidad para sorprenderlo por detrás y victimarlo con espada y lanza. Esta imagen ilustra a la perfección la extendida creencia medieval de que solo las vírgenes podían atrapar al unicornio pues, en caso de que la chica no fuera virgen, de inmediato el mítico animal arremetía en su contra hasta arrebatarle la vida.
Como todo bestiario, aquí también se presentan especies más terrenales como las abejas. En el folio 44v-45 se aprecia un enjambre desplazándose entre las flores de una planta y la colmena; en el texto, las abejas reciben el nombre de apes —plural del latín apis, ‘abeja’—, que también puede traducirse como “sin pies” —del latín a, ‘no, sin’ y pes, ‘pies, patas’—, quizá porque estos insectos se aferran a las cosas con las patas, dando la ilusión de ausencia de extremidades, o porque tras emerger del huevo, en su fase larvaria, nacen sin ellas.
Un segundo bestiario, que también puede ser consultado en línea, está depositado en The Morgan Library & Museum de Nueva York. Se le conoce como Worksop Bestiary y tal vez fue editado en las localidades de Lincoln o de York, en Inglaterra, alrededor del año 1185. En sus 124 folios con textos en latín y brillantes imágenes a color se presentan, como se menciona en la introducción de la obra, maravillosas criaturas que inspiran deleite y fascinación al mezclar lo familiar con lo extraño, lo local con lo distante, lo peligroso con lo deseable.
Así, en el folio 69v-70r se ilustra la imagen del aterrador Cocodryllus, un animal de cuatro patas y hábitos anfibios, al pasar el día en tierra y la noche dentro del agua, armado con horribles dientes y garras. La ilustración dista mucho del semblante del cocodrilo que todos conocemos, pero con ella el anónimo autor trató de impactar al lector al presentarle un repulsivo monstruo que puede devorar humanos. De hecho, durante el Medievo se creía que la gente hipócrita, disoluta y avariciosa tenía la misma naturaleza desagradable del cocodrilo.
Por otro lado, en el folio 84v-85r se encuentran dos ilustraciones: arriba, se ve la representación de una lagartija, y en la parte inferior se halla un árbol repleto de salamandras y un hombre que yace inerte a su sombra. Esta última imagen recrea la antigua idea de que las salamandras, conocidas por su sobrenatural capacidad de ser inmunes al fuego, trepan a los árboles para infectar los frutos con su ponzoña. Así, la muerte visitaba a las personas que consumían los frutos envenenados, y si el fruto caía en un pozo, el agua quedaba contaminada y mataba a quien la bebiera.
Espero, estimados lector o lectora, que tu vista sea el conducto para que las hermosas imágenes de estos bestiarios medievales detonen la imaginación de tu febril y extraordinaria mente.
