La otra tarde escuchaba una charla con un lama tibetano del que ya he hablado por acá. El entrevistador le preguntaba por qué se había convertido en monje y, a grandes rasgos, aquel hombre rapado y apacible —cuyos rasgos y enormes ojos azules cumplen con el canon de belleza occidental— le contestó que un día se dio cuenta de la enorme cantidad de tiempo y de energía que invertimos en “vernos bien” y parecer atractivos a otros, y le pareció que sería buena idea canalizar todo ello en algo más serio y perdurable, como la iluminación espiritual.
Por una casualidad, de esas en las que ya no creo tanto, a los pocos días de eso supe de un estudio de la Universidad de Breslavia, Polonia, realizado por un grupo internacional de investigadores, el cual reveló que los seres humanos pasamos, en promedio, cuatro horas diarias —es decir, una sexta parte de nuestra vida— embelleciendo nuestra apariencia física, independientemente del sexo, la edad, la posición social o económica, y el estado civil. Las conclusiones fueron publicadas en la revista científica Evolution and Human Behavior.
Ante tal dato y en estos días de selfies y reels narcisistas en Instagram y TikTok, uno se pregunta: ¿por qué nuestra especie está tan obsesionada con la belleza y la apariencia? Y es que existen evidencias de que, desde tiempos prehistóricos, los primeros Homo sapiens aplicaban pigmentos a sus pieles, de igual forma que grupos humanos antiguos decoraban, enjoyaban y hasta deformaban sus cuerpos con tal de cumplir con los mandatos estéticos de su grupo social.
Desde un punto de vista evolutivo —señala el estudio—, una buena apariencia física habla primordialmente de individuos sanos, con buena genética y, por ende, aptos para procrear críos fuertes y con altas expectativas de adaptación y sobrevivencia; es por eso que es tan importante resultar atractivos, pues así aumentan las posibilidades de hallar una pareja y del apareamiento, dos asuntos esenciales para la transmisión de nuestros genes —y, como ya no somos animalitos selváticos, para heredar nuestros patrimonios tangibles e intangibles.
No obstante, el asunto es un poco más complejo que eso. Existe, por ejemplo, algo llamado “Teoría de la prevalencia de la enfermedad”, que sugiere que en países o regiones azotados por males infecciosos y transmisibles como la malaria o la lepra, los hombres y las mujeres dedican más tiempo a pulir su aspecto para eliminar cualquier señal que pudiera ser interpretada como síntoma de alguna enfermedad. Pero volvamos al estudio.
Al estudiar los hábitos de casi cien mil personas en 93 países, de todos los estratos socioeconómicos y niveles educativos, se llegó a la cifra promedio de cuatro horas destinadas a conductas cuyo objetivo es aumentar la belleza y el atractivo físico, entre las que se incluyen: bañarse, maquillarse, perfumarse, la higiene bucal, desodorizarse, peinarse, afeitarse, arreglar bigote y barba, elegir el vestuario adecuado, pintar y decorar uñas, así como hacer ejercicio o ponerse a dieta si esto tiene el objetivo de adelgazar o tornear el cuerpo.
Un hallazgo sorprendente es que la gente joven y las personas maduras invierten casi el mismo tiempo en estas conductas; otro, que no asombra a nadie, es que las personas que están iniciando una relación sentimental invierten mucho más tiempo en verse atractivos que quienes llevan varios años casados; y si hablamos con perspectiva, en sociedades tradicionales con roles de género muy marcados, las mujeres invierten más tiempo en verse hermosas.
Mientras escribía esto, recordé los dos años más duros de la pandemia, en los que muchos dejamos de lado el perfume y las camisas, y adoptamos las playeras y los pants como un uniforme de trabajo, lo cual me hizo suponer que la tendencia iría a la baja. Pero me equivoco: los usuarios más activos de redes sociales —y, me atrevo a añadir, quienes pasan mucho tiempo dando la cara en reuniones virtuales— suelen invertir más tiempo mejorando su apariencia física; o sea que se maquillan y hacen pilates para salir bien en la selfie.
Pero hay otra cosa, que el estudio parece no abordar en su enfoque centrado en aspectos biológicos: que uno modifica o cubre su cuerpo con el equivalente a las plumas del pavorreal, no sólo para parecer hermoso, sino también como signo de qué nos gusta, qué rechazamos y en qué creemos. Analizando la ropa, el arreglo personal y el corte de pelo, podemos adivinar si un hombre escucha heavy metal o a Luis Miguel; si ella es católica ferviente o apóstata y liberal; si alguien se dedica a la abogacía o si es hippie y vive de la venta de productos orgánicos. Y ya no hablemos de los rasgos de personalidad que revelan un maquillaje excesivo o nulo, el pelo que cubre la cara, el acicalamiento obsesivo o el desaseo corporal.
Desde luego, no siempre acertaremos. Pero quizá esa enorme porción de vida que dedicamos a lo que los otros ven no sólo sirve para parecer atractivos: también se trata de hallar la playera, el estilo de barba, el peinado, el accesorio o el maquillaje que transmita, lo más fielmente posible, la individualidad de quiénes somos. Y tú, ¿cuánto tiempo pasas al día arreglándote?