El concepto de asertividad surgió en los Estados Unidos hacia el final de la década de 1940. Originalmente, la noción apareció en el ámbito de la psicología clínica y fue desarrollado en las investigaciones sobre la ansiedad y la depresión que en esos años llevaban a cabo figuras como Andrew Salter, A. A. Lazarus y Joseph Wolpe. Sin embargo, la formulación conceptual de la asertividad fue propiamente establecida a lo largo de las décadas subsecuentes, especialmente en los años sesenta y setenta, cuando la psicología comenzó a mirar con más interés los problemas relacionados con la personalidad y la subjetividad.
En un importante artículo sobre psicoterapia publicado en 1968, Wolpe define la asertividad como la capacidad de expresar las emociones adecuadamente; es decir, un paciente capaz de dar una respuesta asertiva, dentro de la terapia, expresará lo que realmente quiere y, en general, proporcionará respuestas que reflejen correctamente sus emociones, incluyendo aversión, admiración, afecto, etcétcera, pero excluyendo a la ansiedad: precisamente, el objetivo del tratamiento es condicionar, en cierto modo, una respuesta asertiva en las situaciones en las que el paciente normalmente se sentiría ansioso.
Por otro lado, Carolina Robredo, doctora en psicología, ha definido la asertividad, fuera de la práctica clínica, como la seguridad en uno mismo. Según Robredo, ser asertivo implica tener el hábito de manifestarse, afirmar, defender, expresarse y actuar de manera directa, pero cuidando en todo momento no ser agresivo ni impositivo. La asertividad implica, pues, saber encontrar un punto medio entre el bienestar personal, al defender las ideas propias, y el bienestar de los demás, al respetar las ideas de los otros. En suma, se trata de saber cómo conducirnos con responsabilidad y cómo desarrollar las habilidades necesarias para mantener interacciones sociales placenteras.
Ahora bien, en la vida diaria, es posible encontrarnos en situaciones en las que a pesar de saber cómo deberíamos actuar, hay algo que nos impide hacer lo que sentimos como la respuesta correcta. Puede bien ser el caso que pese a contar con ciertas habilidades o conocer los procedimientos que deben de efectuarse, de pronto no seamos capaces de ponerlos en práctica. Algunos psicólogos —como Aaron T. Beck o Arthur Freeman, contrarios en cierto sentido a la orientación conductista de Wolpe— sugieren que esto se debe a la activación, por causa de algún elemento en el ambiente, de patrones cognitivos en nuestro pensamiento que resultan en creencias irracionales y dañinas —que, en una u otra medida, todos poseemos y de las que, además, es muy difícil librarse.
Albert Ellis, uno de los principales impulsores del enfoque cognitivo en la psicología y creador de la terapia racional emotiva, propuso once tipos de creencias irracionales que se van formando con la educación y con las experiencias. Olga Castanyer, autora del libro La asertividad, expresión de una sana autoestima, por otro lado, explica cómo estas ideas impiden el ejercicio de la asertividad en situaciones cotidianas, pues tales creencias se vuelven tan importantes para nosotros que rigen nuestras acciones y convicciones. Castanyer, sin embargo, reduce la clasificación de Ellis a únicamente cuatro tipos generales de creencias irracionales que revisaremos rápidamente a continuación:
1. Es necesario obtener la aprobación de las personas que son relevantes para mí.
Quien posee esta creencia buscará tener el apoyo de las personas que lo rodean en cualquier cosa que realice, intentará gustar a todo el mundo. El temor a fallar no le permitirá expresar sus deseos, ni aquellas opiniones que contradigan a las personas importantes para él o ella.
2. No hay lugar para los errores; hay que ser completamente competentes en todo lo que se haga.
Las personas que sostienen esta creencia regularmente son, o están a punto de convertirse en, perfeccionistas. Nunca, o casi nunca, se sienten por completo satisfechas con lo que hacen y se reprochan todo lo que no está “al nivel de las circunstancias”. Tratar desesperadamente de no cometer fallas ni errores genera conductas disfuncionales como evitar interacciones por miedo a no tener nada interesante que decir, o posponer un proyecto por falta de confianza en uno mismo. En este caso, además, la asertividad es considerada amenazante en sí misma, pues aceptar la crítica, una característica implicada en la asertividad, se traduce en más miedo a equivocarse.
3. Existen personas despreciables que merecen ser castigadas por sus villanías.
Las personas que creen en esto suelen mostrarse agresivas, y faltos de sensibilidad. Tienden a cuestionar los motivos que los demás tienen para comportarse de cierta manera y suelen criticarlos por su incompetencia. La asertividad, para estas personas, tampoco es vista con buenos ojos; una persona asertiva no es juzgada sino como blanda y débil.
4. Es horrible que las cosas no salgan como a mí me gustarían que salieran.
Esta creencia genera personas intolerantes a los cambios pues implica una fuerte rigidez mental. Normalmente, implica también que las personas se enojen de forma desproporcionada cuando sus expectativas no son cumplidas. La asertividad aquí también pasa a segundo término, pues ser asertivo requiere paciencia y aprender a negociar los resultados y las metas de los proyectos conjuntos.
Según la propuesta de Ellis, si cambiamos nuestros esquemas mentales, nos volvemos capaces de generar nuevos estados emocionales y podemos ser más asertivos. Es importante, entonces, cuestionarnos el carácter dogmático e irracional de cada una de las creencias que hemos mencionado y observar el patrón de conducta —sumisa o disfuncional— que cada una de ellas genera. Sólo así, cuestionándonos y estando listos para transformarnos podremos construir alternativas más realistas, racionales y felices.