Si existe algo en lo que tengo suerte es en que los payasos de las fiestas me elijan para ser su patiño. No sólo se trata de soportar la pena de pasar al frente y quitarse un zapato, jugar a reventar un globo e ir entregándole cada una de mis pertenencias al protagonista del espectáculo, sino de soportar ser la burla de todos, aguantar que se rían a mis costillas y mantener una expresión tranquila, pues ante el más sutil gesto de disgusto, las bromas suben de nivel y se redoblan los esfuerzos del payaso por humillarme.
Recuerdo la vez en que una novia me invitó al cumpleaños de su primito. Como quería quedar bien, repartí gelatinas y pastel, subí y bajé la música en el juego de las sillas, y jalé la cuerda que sostenía la piñata para que pudieran pegarle los invitados. Todo iba de maravilla hasta que el payaso anunció que elegiría a una persona del público, apuntó con su dedo en la dirección donde yo estaba y fue por mí hasta el rincón en el que trataba de esconderme. Preguntó mi nombre, hizo un par de bromas a mi costa, y comenzó un juego en el que pronto me vi sin cartera, cinturón ni zapato. No habría habido problema si aquella mañana me hubiera arreglado con tiempo y hubiera cosido mi calcetín, pero como uno jamás piensa que terminará sin zapatos frente a la novia y su familia, decide arriesgarse y dejar para mejor ocasión la tarea de tomar hilo y aguja. Como es de suponer, no sólo causó risa mi reiterada negativa a quitarme aquella prenda, sino que el payaso tuviera razón respecto a que tenía un gran agujero por donde salía mi dedo pulgar. Volteé a ver a mi novia, después a su madre —quien nos acompañaba— y luego mis ojos recorrieron al resto de sus parientes, que no paraban de reír.
¿Qué hacer en esos casos? Mi padre se había encargado de “bulearme” durante la infancia, mi hermana mayor no concebía la vida si ésta no consistía en sobajarme, y los amigos de la secundaria me habían enseñado que aún las bromas más pesadas podían justificarse con una supuesta amistad. Sin embargo, en esa ocasión me encontraba frente a un grupo de personas cuya opinión sobre mí podía hacer que mi incipiente noviazgo continuara o no. Mamá decía que las burlas terminan cuando uno enfrenta al acosador, pero ¿cómo sobreponerse al ridículo? ¿Iba a retar al payaso y a darle armas para continuar haciendo bromas sobre mí?
A fin de cuentas, ¿de dónde provienen las bromas?, ¿por qué uno se pone en ridículo frente a otras personas? Lo que motiva la risa es reconocernos en el otro, saber que podríamos estar en su situación, pero nos hallamos a salvo. Un chiste permite encontrar lo gracioso en una situación que, de ocurrirnos a nosotros, sería una desgracia. Entonces, ponerse en ridículo consiste en no aceptarnos como somos. En mi caso, lo importante no era el calcetín roto, sino la pena de que la joven a quien amaba se enterara de esa imperfección oculta por un zapato, y que su familia se diera cuenta de que, aunque iba muy arreglado, perfumado y peinado con gel, debajo de esa fachada había “algo” que había intentado ocultar. En un escenario distinto; si, por ejemplo, hubiera sido mi madre quien descubriera el calcetín roto, incluso le habría pedido que zurciera el desperfecto. No me hubiera avergonzado.
Dicen que cuando uno comete un error, existen dos salidas: repararlo o hacerlo más evidente, sin tratar de ocultarlo o justificarlo. Aquella tarde, con la cara ardiendo de vergüenza, pedí al payaso que me diera un respiro, y cuando pensaba en un argumento —quizá para detener sus burlas—, me quité el otro zapato y descubrí el otro calcetín, también roto: “¿Por qué creen que ya me urge casarme…?”, dije. La fiesta entera soltó una carcajada. El payaso, tal vez compadeciéndose, me llevó hasta mi asiento y continuó con su rutina.
El ridículo se produce cuando nos apenamos por algo que creemos sólo nos pasa a nosotros. Sin embargo, cuando nos damos cuenta de que a cualquiera puede ocurrirle y logramos que los otros sientan empatía, aquello se transforma en un juego donde todos nos hermanamos en el infortunio.
El payaso siempre está expuesto al ridículo, a que la gente se ría de él, pero se sobrepone al compartir su desgracia, al asumir que esa risa a sus costillas es una forma de liberación de miedos y temores por parte del espectador. El payaso no se pone en ridículo justo porque no hace nada por evitar esas situaciones penosas ni para que la gente deje de reírse de él. Así, nosotros dejamos de estar en tales circunstancias cuando alentamos que la broma continúe, cuando sabemos que otro en la fiesta también puede traer el calcetín roto y cuando dejamos de sentir pena.
En ocasiones me pregunto si el estar casado con mi hoy esposa no se debe a aquellos calcetines rotos o a que en esa ocasión no quise fingir y me asumí tal como era debajo de un par de zapatos boleados, ropa de fiesta y un peinado con mucho gel. A veces también me gusta pensar que, en parte, les debo a los payasos de las fiestas infantiles el dejar de sentir pena cuando me encuentro en una situación que mueve a risa. Entonces dejo de ocultarme y, si el payaso pide que un voluntario se acerque para ayudarlo en su rutina, alzo la mano y con gusto me dispongo a reír un rato —así sea a costa mía.