Dicen que el tiempo todo lo cura y que conforme vamos arrancando hojas del calendario los recuerdos pierden potencia. No hay nada más falso. También hay quienes opinan que el cielo no existe o que la vida después de la vida sólo es posible para el ser humano. No estoy de acuerdo. Creo con firmeza que en el Más Allá se encuentran todos los seres puros, y que el gran amor que nos tuvimos en este plano trasciende los espacios físicos.
No exagero, pequeña ladronzuela peluda, al decir que fuiste el centro de mi familia cuando, de recién casados, decidimos traerte a casa. La discusión giraba en torno a si debíamos tener un gato o un perro, pero la balanza se inclinó a tu favor apenas te conocimos. Llegaste muy pequeñita y eras una maraña de cejas y bigotes negros. Pero no fue la belleza, que desde cachorra tenías, lo que nos cautivó, sino la forma de mirar, esa sensación que despertaste apenas se cruzaron nuestros ojos.
Sé que muchos no lo creerán, pero me sonreíste. Así sellaste la conexión que se prolonga a pesar de que, desde hace años, ya no estés físicamente aquí. La glándula pituitaria, que se aloja entre el hueso esfenoides y la silla turca de mi cabeza, empezó a secretar oxitocina, la hormona del amor filial que da pie a la confianza absoluta. Así, en un segundo, dejaste de ser una mascota y te convertiste en una compañera de vida.
El veterinario siempre admiró tu belleza, decía que tenías una mandíbula de león. A mí me daba risa ver ese hocico demasiado alargado para el tamaño de tu rostro, y luego esos bigotes. Eras una dama negra, barbuda, de cuerpo compacto, pecho erguido y orejas en forma de triángulo. Al saberte la reina del lugar, te movías por la casa con una elegancia casi monárquica, pero con la agilidad propia de tu raza. Eras, a mis ojos, la Scottish terrier más bonita del mundo. Lo sigues siendo.
El ritmo de nuestra vida empezó a girar en torno a ti. La camita, los juguetes y los accesorios formaban parte de la decoración del hogar de un par de recién casados que amaban profundamente a su perrita Luca. Las fotografías de la pareja no parecían completas sin ti. Las actividades del fin de semana se planeaban teniendo en cuenta, en primera instancia, los lugares a los que se pudiera ir contigo. En las reuniones en casa, eras la anfitriona. El día iniciaba sacando a correr a la Luca y finalizaba con un paseo nocturno.
Al escuchar el tintinear de la cadena, agitabas la cola con tanta fuerza que me daba miedo que fuera a salirse de su lugar. Entonces empezaba el ritual: corrías en círculos, alrededor de mis piernas, por debajo de la mesa del comedor, arriba y debajo del descansillo de las escaleras, hasta que te rendías, echándote a mis pies para, con toda sumisión, dejarte poner el collar y salir a pasear.
Cada tres semanas, la visita a la estética canina era obligada. El corte de pelo, el manicure y el lavado de dientes se encontraban en el presupuesto familiar; cualquier cosa se podía subordinar o posponer, menos los afeites de nuestra adorada perrita. Las compras en el mercado incluían premios, galletas y juguetes. Las croquetas las conseguíamos en un lugar especial y correspondían a la etapa de desarrollo; recorrimos todas los versiones, desde las de cachorro, hasta la línea color plata para perros de edad avanzada.
Cuando digo que eras una dama, no falto a la verdad, pues incluso recibiste educación para ello. Le pagamos a un entrenador para que te enseñara a obedecer y a hacer gracias. La verdad, creo que con eso sí exageramos; no hubiera hecho falta porque eras una perrita muy entendida. Nunca sabré a ciencia cierta cómo lo hacías, pero aprendiste a leer mi mirada; con sólo verme a los ojos, sabías si quería que te sentaras, que te echaras a mis pies o que saltaras a mi regazo. ¿Habrá sido fruto de la educación formal o de tu entendimiento natural?
Caminabas con tanto estilo por la calle… Al cruzar, mirabas a ambos lados y, en el parque, era divertido lanzar la pelota para que la trajeras de regreso. Lo que no era divertido era tu autoestima tan exagerada; creo que jamás fuiste consciente del tamaño que en realidad tenías. Buscabas pleitos con cualquiera y te lanzabas ladrando desesperadamente, sin importar que tu rival fuera un Rottweiler, un Gran danés o un Chihuahua. Ignoro cómo no terminaste siendo bocado de uno de tus adversarios, y recuerdo que tus peores enemigos eran los gatos. Si detectabas uno, el pelo de tu lomo se erizaba, empezaban los gruñidos y sálvese quien pueda. Corrías detrás de la presa a la que no podías alcanzar porque se subía al quicio de alguna ventana o a la rama de un árbol y, desde ese lugar de seguridad, te desafiaba abriendo las fauces. Tú respondías a la burla con ladridos furiosos y saltabas tirando mordidas. Los odiabas con toda pasión.
‟¡Esto es ridículo!”, se escandalizaba mi Tía Grande. ‟No lo entiendo, ¿por qué mejor no tienen hijos?” Como resulta difícil explicar los amores, mejor guardaba silencio y me reservaba el derecho de justificarme. Sin embargo, al poco tiempo tuve hijas y amaron profundamente a su hermana mayor, que fue compañera de juegos y cómplice de travesuras.
¿Cómo puede decir alguien que el tiempo engendra olvido? Con sólo evocar estos recuerdos, puedo sentir tu mirada y la oxitocina comienza a derramarse en el cerebro. Te quiero y te quise, Luca, como a una hija peluda, la primera que Carlos y yo cuidamos con la devoción que se le tiene no a una mascota, sino a una compañera de vida.
No hay olvido y sí hay cielo, tiene que haberlo. Ahí estás tú, junto a Vito, tu esposo, esperándome para ser mi guía en el momento que nos toque reunirnos de nuevo.