Muchos piensan que la clave para ser una buena madre es la autoflagelación. La madre se recrimina cómo pudo haber hecho mejor las cosas con sus hijos: si hubiera celebrado más aquellos rayones de colores en una hoja de papel o si hubiera expresado de manera distinta el perpetuo asombro que aquella persona tan diminuta le produce.
A la madre le celebran la vida que carga en el vientre con promesas de eterna transformación, como si hacerse madre significara dejar de ser lo que se es. En realidad, uno es lo que es y convertirse en madre —si bien remueve aspectos que yacen en lo profundo— no trasforma a la persona en un ser distinto.
La madre es una mujer ocupada en resolver las constantes dudas de lo que ser madre realmente significa. Entra a la maternidad como si entrara a otra dimensión, pues la sociedad y la familia se han encargado de dibujarla de esa manera: leen el tratado de “lo permitido” y “lo negado” para una madre y luego, a través de insulsos baberos y ropa, continúan entregando leyendas como “Mamá me ama”, “Soy el nene(a) consentido(a) de mamá”. Ella, la madre, pretende entusiasmo, cuando en realidad intenta solucionar la interminable incertidumbre que su pequeño(a) le provoca. ¿A quién acudir con las verdaderas dudas sobre la maternidad, sin temor a ser catalogada como depresiva o mujer que niega su realidad?
Las dudas reales y certeras que la madre puede tener son: ¿por qué me siento tan lejana?, ¿cuándo va a crecer este bebé?, ¿por qué no siento esa plenitud iluminada de la que tanto me hablaron?, ¿regresaré a mi cuerpo alguna vez?, ¿me acompañará alguien en la crianza de mi hijo? Y es que el mundo de la madre se separa del resto. Le venden “looks de mamá”, “zapatos de mamá”, “clases de maternidad”… La orillan a un mundo en donde sólo hay otras mamás que no hacen sino hablar de sus hijos y de otras mamás.
La maternidad no se trata solamente de la relación que la madre lleva con sus hijos, o del rol que ésta desarrolla con ellos —la dinámica de convivencia. Es una forma de vida en la que, de pronto, nuevas reglas se imponen, reglas que pueden llenar de culpa a la madre.
La madre ama a sus hijos entregando su dedicación y paciencia. Pero la madre también se quebranta, tiene dudas, muchas veces quisiera estar haciendo otras cosas, platicando de algo más, descubriendo un mundo distinto. ¿Admitir esto la hace mala? Por otro lado, la madre que decide trabajar —porque quiere, porque necesita tener un tiempo propio, único y privado—, ¿es mala madre? En el fondo, sí, porque ella es la que se recrimina el tiempo que pasa alejada de sus hijos, la que se pregunta cómo podría hacer mejor las cosas, ser más paciente, más entretenida, más juguetona, más interesada en sus actividades… Piensa que el hecho de no querer pasar todo el tiempo con sus hijos la hace mala.
La madre piensa que la felicidad de sus hijos depende completamente de ella. Carga la eterna responsabilidad de sus logros y fracasos. Asume con tal efervescencia este rol, que se olvida de mirar a los hijos como personas que —en efecto, salieron de ella— son seres independientes con un mundo propio.
¿Cómo se sentiría el niño en relación con su propia felicidad si la madre hiciera lo que piensa y desea? Y, en este sentido, me refiero a la madre que se ocupa de sus hijos, la que está alerta de lo que hacen, entibia la leche y los duerme… estoy hablando de la madre que desea lo mejor para sus hijos y considera que lo mejor para ellos es proveer sin fatiga.
¿Qué pasaría si nos liberáramos de tan fatigadas ideas y nos relajáramos un poco? ¿Qué pasaría si, en vez de obligar a la madre a cumplir con las expectativas sociales impuestas, nos esforzáramos en mirarla como un ser completo? ¿Qué pasaría si liberáramos a la madre de la perfección?