
Padre no ha sido el mismo desde que derribó el árbol. Harto, como casi siempre, de la vida y en específico de la suya, salió a beber y de regreso, ya afectado por el alcohol, estrelló sin demasiada fuerza su camioneta. La destemplada jacaranda se dejó caer desde sus raíces. Afortunadamente no lo hizo sobre el vehículo y Padre sólo se limitó a refunfuñar sobre tener que limpiar el desastre. Pero eso pasó en junio, ya estamos en agosto y no lo ha hecho.
No es que Padre sea un hombre muy proactivo. No me sorprende que esté tardando tanto en hacer lo que dijo que haría. El asunto es que lo desconozco de formas sutiles. Como de costumbre, bebe, llega tarde y me parece que gruñe y patea a su paso para no llorar… Pero le rinde culto al cadáver del árbol que tenemos afuera. La otra noche, cuando llegó tomado, lo sorprendí acariciando las ramas desnudas de hoja, fruto o flor y desconocí su mirada, parecía que la amaba. Lo he visto hacer lo mismo en muchos otros momentos en los que cree estar solo. A mí de niña nunca me sostuvo en brazos, menos me dio una caricia, pero a esa vegetación muerta le tiene cariño.
— o —
El sol es un durazno dulcísimo y Padre parece cambiar con cada nuevo amanecer. Hace menos calor y las tardes inundan la casa de una luz anaranjada. Padre ahora recorre las cortinas todas las mañanas. Justo ahora tararea en la sala mientras limpia el polvo de los poquísimos adornos que tenemos. Él nunca limpia nada. La jacaranda sigue afuera tal como el día que la derribó. Voy detrás de él y me doy cuenta de que sus pasos son ligeros, como si bailara un vals. No me nota seguirlo. Entra a las recamaras y desviste las camas, en el fregadero de afuera talla la suciedad de las cobijas. Se queja en voz baja de lo sucio, pero sin gruñir.
Las tiende al sol y mira satisfecho su trabajo. Esa mirada, tan lúcida, tan sobria… No es la de mi padre. Ni siquiera sé si en el marrón de sus ojos se ha escondido una sombra púrpura o ha sido imaginación mía. Me escondo detrás de la puerta de la cocina antes de que se dé la vuelta. Sale a sentarse junto a la jacaranda muerta.
Me mira desde ahí. Me sobresalto. Seguro va a gritarme. Pero sólo me mira. Sin enojo, sin molestia. Con esa misma mirada presente. Me alejo de la ventana. Ya no quiero verlo.
— o —
Padre ya no es el mismo. Se ha dejado el pelo largo hasta los hombros. Se rasura todos los días y se unta vaselina por toda la piel. El otro día me dio la mano para cruzar una calle y la sentí tan suave que hasta creí que era más pequeña.
También se ha seguido encargando de la casa. Compró muebles que, aunque útiles, no son del todo necesarios. Compró mesitas de noche con lámparas para él y para mí, por ejemplo, y hasta les puso carpetitas para decorarlas. Ahora él se encarga de hacer de comer. Cuando llego de la escuela ya no tengo que prepararme quesadillas o conformarme con un taco de sal. Sí, se le han quemado algunas cosas, pero generalmente lo hace bien.
Sigue sin hablar mucho. Sigue evitando especialmente el nombre de ella, pero ha colocado su foto en la cómoda de su habitación. Yo no he querido comentar nada al respecto. Me gusta tenerla ahí y no quisiera arruinar este buen humor trayéndola a cuento.
Aunque, por otro lado, Padre está menos alegre. Ya no tararea mientras lava la ropa o hace la limpieza. Sus pasos han dejado de bailar, se han vuelto los de un animalito ansioso. Claramente veo en su mirada una sombra púrpura que lo estremece y lo hace ver preocupado. Ha seguido reuniéndose con la jacaranda sin que sea un secreto. Pero ahora llora con ella. Sé que llora de angustia y no de tristeza porque de vez en cuando con su puño golpea el tronco.
Temo que algo malo venga. Temo volver a conocer a Padre por la bebida, por su voz de trueno y el estruendo de sus botas. No quiero reconocer a Padre como el hombre que fue antes de derribar la jacaranda.
— o —
Hoy comienza la primavera. Me despiertan los gritos de las aves, pero también un golpeteo constante. Padre estuvo mucho más agradable en las últimas semanas. Sus reuniones con la jacaranda también fueron menos intranquilas. ¿Qué es ese ruido? Por la ventana veo a padre haciendo leña de la jacaranda. ¿Qué será de Padre sin el cadáver de su compañera?
Aun con miedo, salgo de mi cuarto. Él va entrando a la casa. Ya es otro. Se mueve con tanta ligereza como en el otoño. Ya no trae más consigo esa sombra violeta en los ojos.
Voy detrás de él a paso silencioso. Ahora parece notarme, mirarme como por el rabillo del ojo, pero por algo elige no hablarme. En su recámara toma un cepillo. Se desenreda el pelo y a sus pies caen miles de pétalos morados, una montaña completa. Antes de que se voltee, salgo corriendo. Pero me llama. Me llama por mi nombre y sin gritar. Voy de regreso.

Me pide que me siente en la cama y toma mi cabello. Lo cepilla como lo hacía Madre. A veces me jala, pero sus manos se mantienen suaves, tan suaves y delgadas que no son las de Padre. Me desencadena el llanto y Padre me abraza en su seno. La fotografía de Madre que nos miraba desde la cómoda ahora es un espejo…
