¿Fauvista o cubista? ¿Amante del color o visionario de la escala de grises? ¿Ruso por destino o habitante del mundo por necesidad? Estos son algunos de los matices que distinguen al peculiar personaje que fue Marc Chagall, un artista desbordado en la totalidad de la paleta de colores, inclasificable, nostálgico de su ciudad natal —pero enamorado de Francia— y prolífico en el arte de narrar a través de un estilo de pintura cuyo resultado es una poesía visual cautivadora.
Marc Chagall nació en Vitebsk —en aquel entonces, parte del Imperio Ruso; hoy, Bielorrusia— el 7 de julio de 1887, en el seno de una familia judía. Su primera educación la recibió en una escuela hebrea; pero después, por insistencia de su madre, ingresó a una escuela rusa donde descubrió su aptitud para el dibujo. Comenzó sus estudios de arte en el taller de Jehuda Pen, un artista local; después migró a San Petersburgo, donde trabajó retocando fotografías y haciendo los rótulos para comercios, artes prácticas afines a la pintura. Finalmente, obtuvo una beca como parte de la Sociedad Imperial para la protección de las Bellas Artes y en 1911 viajó a París, donde se impregnó del ambiente artístico de las vanguardias de principios del siglo XX pero, a la vez, empezó a fraguar un estilo propio.
Los primeros cuadros de Chagall son escenas de su vida familiar y, a falta de lienzo, usó materiales precarios como cartón y madera; a pesar de ello, se distingue ya un dominio del color. En esos años tempranos, Chagall no despreciaba el dominio de la técnica en la pintura, pero le aburría el estilo clásico de la Academia y frecuentaba exhibiciones en las que predominaban cuadros de los cubistas y fauvistas; así, llegó a experimentar con dichos estilos, pero en todos los casos las figuras geométricas y los contrastes de color tenían impreso su propio carácter. Al final, el estilo de Chagall se deslindó de toda corriente conocida y logró constituir una estética propia, admirada por artistas tan reconocidos como Pablo Picasso.
En lo personal, la vida de Chagall estuvo marcada por el exilio. En 1914, mientras estaba en Francia, el estallido de la Primera Guerra Mundial lo orilló a volver a Rusia; ahí se casó con Bella Rosenfeld, con quien dos años más tarde tuvo a su hija Ida; en ese periodo, Chagall plasmó en sus obras el anhelo de una vida tranquila cerca de la naturaleza y su profundo amor por Bella, aunque también adoptó ideas revolucionarias y combatió la segregación de los judíos.
En 1922, durante la Revolución Rusa, Chagall se vio obligado a abandonar su país y refugiarse en Berlín. Después migró a Francia, donde permaneció hasta obtener la ciudadanía en 1937; pero, tras la ocupación alemana, debió encontrar refugio en Nueva York. En 1944, falleció Bella; al año siguiente, contrajo segundas nupcias con Virginia Haggard, con quien regresó a Francia en 1948, pero su matrimonio se disolvió en 1952. Ese mismo año, Chagall se casó con Valentina Brodsky, la musa de muchos cuadros que lo acompañaría hasta su muerte, en 1985, y a la que dedica la serie inspirada en el Cantar de los Cantares.
Durante todas estas travesías, el arte de Chagall se mantuvo fiel a su propia visión de mundo. Desde sus primeras obras hasta las más emblemáticas, hay temas que corren como un hilo conductor: por ejemplo, la profunda nostalgia por su pueblo natal, Vitebsk, que plasmó en lienzos como La Aldea y yo (1911), La casa azul (1920) y La casa gris (1917); también está el folclor judío, las fábulas y las escenas bíblicas. En todos sus cuadros, Chagall cuenta historias breves y simples, pero con una dimensión simbólica cargada de metáforas visuales.
En obras como El Cumpleaños (1915), El paseo (1917) y Sobre la ciudad (1918), el amor hace a los amantes inmunes a la gravedad; en otras, como en Entre perro y lobo (1938-1943) —una expresión en francés que se refiere al crepúsculo— Chagall es menos optimista y plasma la oscuridad que ha caído sobre el mundo en gamas de tonos grises: la obra muestra un pequeño pueblo resquebrajado y a un pintor, igualmente lúgubre, siendo besado por el emergente rostro de una mujer; en la esquina inferior izquierda, un gallo carga a un niño y un libro que, según críticos, simboliza a la esperanza de un nuevo amanecer y del saber.
Hablando de las escenas bíblicas, Chagall plasma su simbolismo mediante recursos retóricos visuales; por ejemplo, en Moisés y la zarza ardiendo (1960), por un lado tenemos a Moisés recibiendo el mensaje divino y, por otro, lo vemos guiando al pueblo hebreo a través del Mar Rojo; así, mediante una distribución simbólica del paso del tiempo, Chagall plasma dos momentos trascendentes y resume en la figura de Moisés al patriarca que contiene en sí mismo al pueblo elegido por Dios.
Por su manejo único del color, desde las brillantes gamas de los colores primarios hasta la sutil tiniebla de sus grises; por su propuesta estilística única y por su capacidad narrativa a través de metáforas, Chagall se ha ganado el mote de “pintor poeta”. Sus obras cuentan viajes personales debidos a conflictos bélicos de su tiempo, a la vez que expresan el amor, la nostalgia y los mistos fundamentales de la humanidad con metáforas que esclarecen hechos místicos como la expulsión de Adán y Eva del Paraíso. Ante la estética única de Marc Chagall, sólo queda rendirse ante la maestría en el uso del color y dejarse llevar, como los amantes que sobrevuelan la ciudad, por las historias que cuentan sus figuras…