
No resulta aventurado afirmar que, en la actualidad, el café es la bebida con mayor gama de posibilidades de disfrute entre los simples mortales, incluso por encima del vino. Esta afirmación, que algunos tacharían de temeraria, se basa en tres hechos que expongo a continuación…
El primero es que, al igual que la uva, el fruto del cafeto se presenta en numerosas variedades determinadas por una geografía de cultivo aún más extensa que la de la vid; a esto se suman sus grados de tostado y molienda, y como tercera variable están los diversos métodos de extracción para obtener el adictivo líquido, cada uno con una infinita gama de características organolépticas.
Hoy en día, las generaciones de cafetómanos con mayor experiencia pueden agradecer a los dioses que no pasarán su vida desenroscando frascos de café soluble o llamando a la mesera de la cadena de restaurantes con decoración en tonos pastel para que les rellene su taza de “americano”.

Y es que desde hace tiempo dichas opciones —así como la de tomar un café de olla endulzado con piloncillo en taza de barro— forman parte de las alternativas que existen para estimular el organismo de forma cotidiana y absolutamente legal —aunque sin duda seguirá habiendo gente capaz echarle Coca-Cola a un coñac VSOP para despacharse un “París de noche”, valga la comparación.
Lo mejor del asunto es que buena parte de los artilugios necesarios para la extracción de las bondades del café posee una democrática accesibilidad, lo cual permite su presencia tanto en establecimientos especializados en “café gourmet” o “de especialidad” como en nuestra propia cocina, sin necesidad de que tengamos que ser baristas certificados para operarlos.
Tres son los procedimientos a los que hay recurrir, ya sea de forma manual o automática, para aplicarse sobre los granos y el agua: ya sea vertiendo el líquido sobre el café —descendente—, dejándolo desde el principio todo sumergido —inmersión—, o una combinación de ambos —como sucede en el sifón japonés, que dispone de sendas cámaras para realizar cada alternativa.
Los filtros de papel son representativos de los métodos descendentes: ahí están el V60, así llamado por su forma y por el ángulo que forma el cono en el que se coloca el café molido; el chemex, que recurre a un filtro de mayor grosor; y la tradicionalísima cafetera eléctrica o percoladora, presente en infinidad de hogares y oficinas. Todos tienen la ventaja de retener los residuos sólidos que no a todos los consumidores les resulta agradable sentir en la lengua, paladar y los dientes.

Filtro chemex
Hace no mucho tiempo, la moda cafetera nos trajo el llamado cold brew, que presenta la particularidad de prescindir del calor en todas sus fases de elaboración y hasta en su consumo, lo que permite servirlo con hielo en un mason jar o tarro de vidrio, en lugar de en una taza, sin que la bebida pierda ninguna de sus propiedades aromáticas o de sabor.
Lo que es cierto es que debe considerarse la paciencia entre sus ingredientes de preparación, pues se requiere de un mínimo de diez horas de filtración por goteo. Quienes no dispongan de tanto tiempo, siempre podrán tener a la mano una licuadora para preparar un café frappé, quizá coronado con un montón de crema batida —eso sí: suerte con los niveles de azúcar en el organismo.
Por su parte, la prensa francesa puede ser el aparato emblemático de los llamados métodos por inmersión; además, tiene la gran ventaja de impresionar a las visitas al momento de operarla y, gracias a su estética forma, puede arrumbarse como cachivache en un estante sin que tengas que utilizarla. En dicha prensa se coloca al mismo tiempo el agua caliente y el café que serán filtrados por un émbolo que se coloca sobre la mezcla y se hace descender lentamente.

Prensa francesa
Emparentado con el anterior está el aeropress, un aparato con diseño modernista semejante a una jeringa descomunal, que quizá puede traer intimidatorios recuerdos hospitalarios; este dispositivo dispone de un filtro de papel que ataja el paso de los residuos sólidos camino a la taza. Del otro lado de este moderno método está el café turco o árabe, que tradicionalmente se elabora sobre arena caliente, con café muy finamente molido y sin filtrar.

Café turco
Pero todos estos detalles técnicos poco importan a infinidad de consumidores que, seguramente, lo único que quieren es tomarse su cotidiana taza de café bien caliente —aunque no demasiado, para no quemarse—, sin afectar el principal atractivo que el brebaje ejerce sobre otra infinidad de aficionados: la posibilidad de disfrutar una taza a la medida de sus gustos.
El auténtico ritual de la preparación de café abarca desde la selección del grano y del grado de su tostado y molido, hasta el método de extracción elegido, los cuales podrían modificarse una y otra vez sin repetir la misma fórmula un solo día. Todo esto, sin que nunca deje de existir la alternativa de agregar dos cucharadas copeteadas de azúcar al café soluble preparado con leche, y acompañarlo con una concha recién traída de la panadería.
Y para agregar a la taza… algo más que azúcar
Si algo debe agradecérsele a los españoles es haber transformado una taza de café en todo un coctel de sobremesa y tertulia, agregándole Licor 43 para convertirlo en carajillo —y, ya con afán de matar la tarde con descarado espíritu fiestero, shakeado con hielo por un diligente bartender. Los marroquíes, por su parte, gustan elevar el sabor de la bebida a niveles barrocos mezclándolo con especias como la canela, el cardamomo y la pimienta negra, mientras que los finlandeses prefieren ponerle cubos de queso elaborados con leche de reno, ganado más común que el vacuno en aquellas boreales latitudes.
