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Mi mejor juguete de Reyes

Mi mejor juguete de Reyes
José C. Sánchez

José C. Sánchez

Andanzas

Hace algunos ayeres —bueno, ya bastantes— ocurría que las niñas y los niños deseaban unas pequeñas cosas, por lo general hechas de plástico o madera, llamadas juguetes. Todavía no era la época de los grandes videojuegos o los celulares y las tablets; estábamos cerca, pero aún no llegaba.

Así que por lo general las mayores ambiciones de uno como niño eran, entre otras cosas: levantarse temprano para ver al Coyote persiguiendo al Correcaminos, comer hot cakes y, por supuesto, devorar todos los comerciales de juguetes que pasaban en los canales locales —no me tocó ser niño de cable— para decidir qué les pediríamos a los Reyes Magos. En esos anuncios se desplegaban muchos de los más grandes deseos de los infantes de aquella época.

Debo aclarar el tiempo y el espacio que nos atañe. Transcurrían los últimos de esos extraños e increíbles años a los que llamamos “los noventa”. La televisión aún no mudaba a la era de las Smart tv, así que recuerdo que me mandaban a la azotea para mover una vieja antena aérea mientras, a gritos, me hacían saber si la recepción de la imagen era buena. También recuerdo que, en ciertas fechas, como mis cumpleaños y otras ocasiones en que se dan regalos, solía pedir algo que nunca llegaba: si yo pedía un juego de mesa, me traían uno parecido y a mis primos o compañeros sí les daban ése que ellos habían pedido. Con el tiempo me acostumbré…

Recuerdo que el primer gran juguete que me trajeron los Reyes Magos fue una bicicleta; por supuesto, yo no estaba interesado en las bicicletas. Siempre preferí los juegos de mesa, pero llegó la bicicleta y mis padres, abuelos, primos y amigos estaban más entusiasmados que yo. Entonces comenzó el declive.

Al principio parecía que todo iría viento en popa, pues mi abuelo me enseñaba casi a diario con mi bicicleta con rueditas, hasta que llegó el día que todo niño espera: quitar las pequeñas ruedas y andar libre. No estaba mal, no lo hacía nada mal, hasta que, según mis vagos recuerdos, me alejé de la vigilancia del abuelo, tomé una bajada de forma intrépida y ¡terminé debajo de una combi! No se preocupen, la combi no estaba en movimiento, pero una vez que me sacaron de ahí, no volvieron a dejarme andar en bicicleta. Y así se estropeó el primer gran regalo; sin embargo, ya llegaremos al mejor.

Una cosa más que debo decir sobre los años noventa es que una gran cantidad de niños se quedó sin ese gran regalo que veía en los comerciales. Si entran a cualquier red social y preguntan si alguien sigue esperando el micro hornito que les pidió a los Reyes, seguramente les responderán con un montón de comentarios e, incluso, se enterarán de algunas personas que se compraron el mentado juguete años más tarde para no quedarse con las ganas.

Yo, por mi parte, me obsesioné con los juguetes de bloques; ya saben, esos que consisten en infinidad de pequeñas piezas para construir cosas, y no sólo con los de las grandes marcas, sino también con las versiones menos famosas. Recuerdo que les pedí a los Reyes un maletín de bloques de colores; por supuesto, no me lo trajeron, aunque en su lugar dejaron unos dinosaurios para armar —lo malo fue que mi primo terminó armándolos. Más adelante, me enteré de que a otros niños sí les habían concedido el maletín —no me malentiendan; me encantaría aún tener mis dinosaurios, pero cuando eres niño y esperas algo con tantas ansias y ves que los otros lo obtuvieron y tú no, sientes que hiciste algo mal. Esos dinosaurios armables fueron geniales, aunque no el mejor regalo.

Debo admitir algo: mis últimos días de Reyes fueron memorables. Me trajeron, por ejemplo, un camioncito que se convertía en ciudad y que amaba con locura. Cuando crecí, lo conservé hasta que se lo heredé a uno de mis primos, que adora los carritos y hasta colección de Hot Wheels tiene. Al menos mi camión quedó en buenas manos.

En otra ocasión, pedí un extraño juego de mesa sobre futbol, con muñequitos que apretabas y lanzaban el balón; tenía la esperanza de que esta vez los Reyes sí me trajeran lo que les pedía, pero por supuesto no fue así. Cuentan que aquella vez uno de mis primos mayores ayudó a los Reyes a conseguir un regalo enorme y a cargarlo por el centro de la ciudad, entre la multitud, para traerlo a casa de madrugada y sin despertarme. Esa mañana de Reyes —una de las últimas, por cierto—, junto al árbol de Navidad encontré un futbolito de esos de feria de pueblo, ¡y era increíble!

Llegaron mis primos y nos olvidamos de todo: chicos y grandes jugamos horas y horas con el futbolito. Aquel 6 de enero fue genial, y eso que no me esperaba el regalo, un juego del que nadie se aburría. Pasó el tiempo y desapareció el futbolito, pero aquella mañana de finales de los años noventa sigue siendo un recuerdo espectacular.

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