En el número diecisiete de la mítica revista The Paris Review, se incluye una entrevista que Pati Hill le realizó al escritor Truman Capote en 1957. Recuerdo que la primera vez que la leí me sentí profundamente decepcionado por una de las respuestas del considerado enfant terrible de la literatura estadounidense.
La entrevistadora le pregunta si siente el mismo aprecio por sus textos viejos que por sus trabajos actuales. Capote contesta: “Sí. Por ejemplo, el verano pasado leí mi novela Otras voces, otros ámbitos por primera vez desde que se publicó hace ocho años, y fue como si estuviera leyendo algo escrito por un extraño. La verdad es que soy un extraño para ese libro; la persona que lo escribió parece tener muy poco en común con mi yo actual. Nuestras mentalidades, nuestras temperaturas interiores, son totalmente diferentes. A pesar de la torpeza, tiene una intensidad increíble, una tensión real. Estoy muy contento de haber sido capaz de escribir el libro cuando lo hice […]. Me gusta El arpa de hierba y varios de mis cuentos, aunque no ‘Miriam’, que es un buen truco, pero nada más. Prefiero ‘Niños en su cumpleaños’, ‘Cierra la última puerta’ y algunos otros, sobre todo una historia a la que no mucha gente le prestó atención, ‘Maestro Miseria’, que estaba en mi colección Un árbol de noche“.
Unos días antes, yo había leído “Miriam” por primera vez en una antología de cuentos siniestros de la editorial Bruguera, y me pareció uno de los cuentos más perturbadores que haya leído jamás, así que leer que Capote lo consideraba un “buen truco y nada más” me insultaba un poco como lector. Antes de eso, únicamente había leído A sangre fría y Desayuno en Tiffany’s —sólo la novela y no los tres relatos que la acompañaban. “Miriam” estaba emparentado en la superficie con A sangre fría por la necesidad de ahondar en lo perverso y lo terrorífico. Con el tiempo pensé que era un texto que, quizá de forma efectista, introducía lo que Freud llamó unheimlich —a partir de una definición de “lo siniestro u ominoso” que hiciera el filósofo Schelling—al asegurar que lo siniestro era “todo lo que estando destinado a permanecer oculto y secreto, sale a la luz”. Pero para Capote era sólo un truco. De modo que decidí dejar de leerlo porque sentí que él no tomaba en serio algo que para mí era importante: el horror. Además, fingí sentirme aburrido por su visión fría y cruel de la vida glamorosa de la alta sociedad neoyorquina.
Volví a él a través de Julio Cortázar. En su antología Cuentos inolvidables, el argentino incluía un relato de Capote y decidí leerlo. Por supuesto, no era nada relacionado con el horror, pero tampoco estaba en el plano del escritor que fuera un “exótico payaso en sus años tempranos y más privados de su carrera, y que luego, presionado por la pesada carga de su pasado, se convirtió en un payaso público y enloquecido”, a decir del novelista Reynold Price. Era una historia conmovedora y sencilla. Hablo, por supuesto, de su clásico “Un recuerdo navideño”. El cuento se enfoca en los recuerdos de un niño durante la víspera navideña y en los preparativos que realiza con una anciana —que no es su abuela, sino su prima lejana—, y en la hermosa y profunda relación que comparten, pese al ambiente de hostilidad y pobreza que los rodea.
Mis cuentos favoritos de Capote son historias así: sencillas, plagadas de recuerdos de la infancia; relatos conmovedores, dramáticos, precisos, con una prosa impecable, que se despojan de la violencia y la frialdad para volverse entrañables. Para Cortázar, en su ya clásico texto “Aspectos del cuento”, un relato perdurable es “como la semilla donde está durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá en nosotros, dará su sombra en nuestra memoria”. Y “Un recuerdo navideño” es un texto entrañable porque nos relata la Navidad —época del año con un gran peso significativo en la infancia— de dos seres marginados e ignorados que, sin embargo, se embarcan en tareas tan altruistas como gastarse todos sus ahorros en preparar tartas para completos desconocidos. En esa misma línea se encuentran “Una Navidad” y “El invitado del día de Acción de Gracias”, cuentos que relatan celebraciones muy estadounidenses, pero que en el fondo ahondan en temas tan complejos como la homosexualidad o la revelación de un mundo adulto que no corresponde con lo que un niño vive.
Un relato que también me provocó el llanto fue “La botella de plata”, escrito en 1945. El cuento narra un suceso extraordinario que ocurre en un café del condado de Wachata. El café Valhalla es un sitio tradicional del condado, pero con el tiempo se ha visto desplazado por otra cafetería con una instalación moderna. Entonces, el dueño del Valhalla organiza un concurso para la Navidad: llena una botella de cristal con monedas de plata e invita a todos los pobladores a que adivinen cuánto dinero hay en el interior; el que más se acerque a la suma se lleva el premio. El pueblo entero se vuelca en el juego de adivinar; entre ellos, un pobre pequeñuelo de las afueras que asegura que no intentará adivinar, sino que contará las monedas. El niño siempre va acompañado de su hermana menor, una niña rubia, sin dientes y muy callada. El desenlace, los personajes, el desarrollo de la historia y la atmósfera, son enternecedores. Capote no sólo despliega una gran narrativa, sino que engrandece lo pequeño y dibuja un instante dramático de una forma impresionante. Para muchos, este cuento de su época temprana se emparenta con lo que se conoce como prosa sureña, y aunque no alcanza la maestría de “Un recuerdo navideño”, lleva ya la semilla de lo que será uno de los árboles más importantes de la literatura de los Estados Unidos.
Otro de mis cuentos predilectos es “Una guitarra de diamantes”, quizás el menos conocido de los que se incluyen en Desayuno en Tiffany’s, opacado por la adaptación cinematográfica de la novela que protagonizó Audrey Hepburn. El cuento nos adentra en la trágica historia de dos compañeros de cárcel, uno que recién ingresó a la prisión, joven, vivaz y poseedor de una guitarra cubierta de diamantes, y el otro, un hombre mayor apreciado y respetado por todos. El hombre mayor, deslumbrado por la jovialidad de su compañero, se deja convencer de que intenten fugarse. El texto me parece un ejemplo perfecto de un personaje marginal que se deja caer a un fondo muy profundo, quizá como el mismo Capote en sus últimos años. Su prosa, siempre suave y delicada, describe y traza personajes sumamente reales.
Pese al estilo de vida que llevó Capote —aparentemente frívolo y desenfrenado—, siempre fue capaz de escribir sobre todo tipo de personajes porque se interesó por la complejidad de la naturaleza humana; ese interés lo llevó a investigar y escribir su obra maestra, A sangre fría, la cual inaugura el género de non fiction novely muestra las dos caras de un crimen violento. Los personajes de Capote van desde soldados con problemas mentales —los traumas de la Gran Guerra— hasta chicas frívolas siempre insatisfechas y aburridas con su estilo de vida, pasando por niños pobres en la geografía rural y por mujeres ricas venidas a menos cometiendo fraudes.
Los últimos años de vida de Capote fueron solitarios. El glamour y la élite de la que se había rodeado durante gran parte de su carrera se habían apagado. En algún momento fue el escritor más importante de los Estados Unidos, en el sentido de que era una celebridad que no le rehuía al público —como Salinger, por ejemplo. Fue polémico hasta el límite y extremadamente inteligente a la hora de la provocación, pero sobre todas las cosas fue un escritor fresco y certero, único, con un oficio avasallante. John Fowles dijo: “Sin Truman Capote, la literatura contemporánea sería mucho más pobre y aburrida”. Y es que ese personaje con una voz “tan chillona que sólo podría oírla un murciélago” —como dijo alguna vez su amigo, el dramaturgo Tennessee Williams— es imprescindible para el mundo de las letras.