
Cada año de mi niñez, que transcurrió en la década de 1970, en las vacaciones escolares de verano mi familia se preparaba para un fantástico y extenuante viaje de 72 horas que iniciaba en las áridas tierras del valle de Mexicali, en Baja California, y culminaba en los tropicales campos del pueblo henequenero de Tixpéhual, Yucatán, una población rural a escasos 16 kilómetros al este de Mérida, la capital del estado, mejor conocida por su mote de “La ciudad blanca”.
A pesar del largo trayecto —que, por cierto, no habría sido posible sin la pericia y amabilidad de los conductores de los extintos autobuses Tres Estrellas de Oro y de los confortables ADO de hermosa carrocería—, todo pasaba a segundo término ante el maravilloso paisaje que se transformaba conforme se avanzaba hacia el sur. Además, el asombro era mayor al contemplar la imagen de imponentes y caudalosos ríos, extensas planicies costeras y escarpadas serranías.
Otra de las cosas que más llamaban mi atención durante la travesía era, sin duda, escuchar los cambios en el habla y la entonación de las personas, según la población en la que los conductores decidieran detenerse a descansar un rato o a tomar algún alimento a la orilla de la carretera, ya fuera dentro de una central de autobuses, en una caseta de peaje o hasta en una estación de servicio.
Mis estancias allí generalmente no pasaban de cuatro o seis semanas, pues había que regresar a la escuela en Mexicali. Pero en 1974 se extendió por varios meses, cuando permanecí casi medio ciclo escolar en compañía de mamá María Eva para estar junto a mis hermanos Luis Antonio y Bernardo Ulises, que cursaban el bachillerato en la preparatoria de la Universidad de Yucatán.

Para no perder el año escolar durante mi estancia en Mérida, mamá me inscribió en el cuarto grado en una escuela primaria muy grande y espaciosa cuyo nombre, lastimosamente, se extravió en mi memoria. Lo que sí recuerdo con claridad es mi visita a una fabulosa papelería llamada “La Literaria”, extinta por desgracia, donde adquirí todos mis útiles escolares y me topé con mi primer juguete de la Guerra Fría: la nave espacial rusa Soyuz —que significa “unión”, en ruso.

Los retazos de recuerdos que están dispersos por mi mente son suficientes para visualizar que era un juguete que previamente se armó y unió con pegamento. Su color era verde oscuro y en su estructura se diferenciaban perfectamente sus tres módulos: el anterior o de la punta llamado orbital, el intermedio de descenso donde viajaban los cosmonautas, y el posterior o de servicio.
La Soyuz y el programa espacial soviético actuaron como peones—al igual que la NASA, su contraparte estadounidense en asuntos espaciales— en la pugna histórica de la posguerra por la hegemonía política y económica mundial, que fue llamada “Guerra Fría” (1945-1989). Las dos superpotencias, temerosas de enfrentarse en un conflicto armado definitivo en esta guerra no declarada, decidieron ostentar su grandeza en campos científicos y tecnológicos, donde la conquista de los cielos y el espacio jugó un papel preponderante[1] .
A mis escasos nueve años, no ponía demasiada atención a los temas políticos de aquel tiempo, por lo que en mis juegos sólo alcanzaba a percibir que mi Soyuz me ofrecía la maravillosa oportunidad de escapar de las ataduras de la Tierra para alcanzar la brillantez de las estrellas. Tampoco me detuve a pensar que la nave y ese atrayente acrónimo rojo estampado en el fuselaje, CCCP —siglas en alfabeto cirílico de la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas— eran parte de una ideología sobre el modo en que el planeta debería ser gobernado.
Pero mis juguetes infantiles de la Guerra Fría no estarían completos sin los de la contraparte estadounidense. Así, un día, al salir de la primaria en la blanca Mérida —donde mis compañeros me decían huach para indicar mi condición de extranjero en tierras yucatecas—, fui con mi mamá a realizar algunas compras al centro de la ciudad. Durante la caminata entre papelerías, droguerías, tiendas de ropa y el exquisito olor a cochinita pibil, de entre la amplia variedad que se ofrecía en un puesto de chucherías a ras de piso, elegí un juguete de color rojo brillante.
Este juguete de plástico macizo era un avión de combate que me gustó por su estilizada figura y porque me permitiría complementar mis juegos con las diferentes unidades de soldaditos, siempre prestos para la acción en el campo de batalla de la imaginación. Décadas después, me enteré de que ese juguete era, ni más ni menos, un modelo a escala del famoso avión supersónico Lockheed SR-7.

Recorro la estancia con la mirada y, en mi imaginación, veo a un perro corriendo de un lado a otro. La imagen me calienta un poco el corazón y, paso seguido, revivo todos los momentos que Kvothe y yo ya hemos sobrellevado. Muebles mordisqueados, pipí en cada esquina. La imagen de un nuevo integrante en la casa se comienza a difuminar. Tal vez Kvothe y yo estamos bien así, por el tiempo que nos quede juntos.
IV
Mientras disfruto de los últimos rayos del sol que se cuelan entre las cortinas de la sala, Kvothe se recuesta a mis pies y me dedica una mirada que de pronto me parece demasiado humana. Los ojos hablan. Lo acaricio justo detrás de las orejas y ese simple acto me trae de vuelta al presente. Me logro quitar las telarañas de la mente, que no hacen más que recolectar las preocupaciones de los días que aún no llegan. No se puede detener el tiempo, pero tampoco se puede vivir en lo que ya fue ni en lo que no ha sido.
Tomo el diario que he dejado olvidado en el comedor y comienzo a cambiar las fechas. Si alguien llegara a leer esto, no me gustaría que pensara que me he saltado un año de mi vida, así que decido comenzar a vivir el 2021.
De pronto, ya no me siento en pausa. Estas son las pequeñas batallas que se ganan en una pandemia, cuando se está de este lado de la trinchera.

[1] León Millán, J.M. 2013. “La Guerra Fría y la carrera espacial: un breve análisis histórico”. Pasaje a la Ciencia, 15: 13-20.