
En carnavales, en tiendas de disfraces, en mercados de antigüedades o en museos hemos visto muchas y muy diferentes máscaras. Suponemos que quien las usa por lo general trata de comunicar, mediante ellas, una identidad diferente a la propia. Pues bien, en nuestro día a día, la mayoría de nosotros mostramos una parte de nuestra personalidad a través de una o varias máscaras, que responden —como señalaba Carl Jung— a los roles específicos que, nos parece, debemos asumir en diferentes situaciones. Una máscara señala la forma en que queremos ser vistos: mediante ella proyectamos lo que queremos que los demás vean de nosotros, o lo que creemos que los demás quieren ver.
La palabra persona viene del latín persona, que significa, precisamente, ‘máscara’ —de hecho, etimológicamente está ligada a la palabra personaje. En nuestro día a día esta capa superficial aparentemente nos protege de situaciones que nos parecen amenazantes o riesgosas; por ejemplo, en los casos donde deberíamos expresar nuestras ideas pero tememos al rechazo, a ser lastimados, o a no conseguir la aprobación de quienes consideramos importantes. Sin embargo, dado que nuestra esencia yace escondida bajo una máscara, usarla nos protege, pero también nos aleja de nuestro verdadero yo.
La construcción de las máscaras que usamos en la vida cotidiana comienza en la infancia. En muchas ocasiones, son consecuencia de las exigencias de nuestros padres o cuidadores; buscamos presentar ante ellos una imagen casi perfecta, que corresponda a los valores y principios que ellos nos inculcaron. Intentamos, básicamente, que la máscara represente lo que deberíamos ser pero no necesariamente lo que en verdad somos. Eva Pierrakos y Donovan Thesenga, autores del libro No temas el mal, señalan que al intentar escondernos de los demás, y sobre todo de nosotros mismos, producimos algo que aparenta ser lo opuesto de lo que se quiere esconder. Lo importante es destacar que las máscaras son eso: mera apariencia. De ahí que todas resulten hipócritas, pues muestran lo contrario de lo que nos disgusta de nosotros mismos, pero eso que nos disgusta es, al fin y al cabo, parte integral de nuestra personalidad.
Relacionarnos con otras personas a través de máscaras genera una imagen falsa e imaginaria de quienes somos, distorsiona nuestras verdaderas competencias y sentimientos. Susan Thesenga —cocreadora del método Pathwork para alcanzar una mejor realización de nosotros mismos— clasifica las máscaras que utilizamos en tres tipos, según lo que tratan de evitar. Primero, encontramos la máscara de la serenidad, que es usada ante el miedo de sentirnos vulnerables. Al escondernos tras ella intentamos escapar del conflicto; su portador podrá verse tranquilo, sin dejarse afectar por ningún problema. Es usual verla en acción en situaciones desgarradoras, como funerales, despidos o rupturas amorosas. Usarla implica reprimir sentimientos, y proyectar retraimiento y falta de compromiso. Por eso esta máscara también aparenta una evasión ante la vida y ante uno de sus factores más importantes: el cambio.
En segundo lugar, encontramos la máscara del poder. Quien la usa intenta tener siempre el control, su deseo es mostrarse competente, independiente y dominante. Su uso se justifica al convencerse de que esta máscara elimina la posibilidad de ser lastimados, pero de este modo se evade una necesidad social importante: la afiliación. Vivir sin crear vínculos implica ser agresivo con el entorno y de esta forma intentar mantenerlo a raya. Detrás de esta máscara encontramos personas astutas que, de una u otra forma, parecieran tener siempre la razón, que consiguen lo que quieren y que parecen ser mejores que los demás. Usarla es bastante común en entornos laborales, en parejas celotípicas o incluso en nuestra consulta médica.
Por último, está la máscara del amor. Ella distorsiona los verdaderos sentimientos. El enmascarado trata de verse como alguien digno de la aprobación y la ayuda de los demás. Es útil para reprimir sentimientos considerados indeseables, como el enojo, el miedo o el dolor. Usarla generalmente resulta en conductas dependientes y sumisas, justamente por los sentimientos que trata de ocultar.
Regularmente, una de estas máscaras predomina en nuestra vida aunque, dependiendo de la situación, podamos llegar a usar todas a la vez. Nuestras relaciones pueden mostrar síntomas y problemáticas provocadas por las máscaras que hemos utilizado al interactuar con los otros. Por ejemplo, en un noviazgo donde una persona usa la máscara del amor y otra, la del poder, se genera una relación codependiente.
Identificar nuestras máscaras, aceptarlas —pues por algo han sido construidas— y resolver qué hacer respecto a ellas —destruirlas o aprender a usarlas—, nos ayuda a estar en contacto con nuestra propia esencia; después de todo, las máscaras ocultan partes fundamentales de nuestra propia personalidad. Como decía Carl Rogers, sólo a partir de la aceptación podemos cambiar.
