Mitomanía: la mentira como enfermedad

Mitomanía: la mentira como enfermedad
Michelle Medrez

Michelle Medrez

Mente y espíritu

Para Paul Ekman —psicólogo de la Universidad de California en San Francisco y pionero en el estudio de las emociones—, cuando existe la mentira una persona tiene el propósito deliberado de engañar a otra, ya sea ocultando información o falseándola. Sin embargo, para concretar el engaño es preciso combinar ambas.

Resulta curioso que si el mentiroso puede escoger la forma de mentir, muchas veces preferirá el ocultar información, ya que es más fácil —no habrá que pensar en posibilidades ni recordar la mentira, pues siempre se podrá alegar un fallo en la memoria— y pasiva, lo que le ayuda a sentirse menos culpable.

Por lo general, la mentira es muestra de una carencia afectiva y se convierte en un acto que trata de compensarla; entonces, por paradójico que suene, mentimos a las personas que queremos —y que queremos que nos quieran— y ante quienes deseamos mostrarnos diferentes a lo que somos porque creemos que así no podrán rechazarnos.

Pinochos

Ahora, la mitomanía —llamada también “pseudología fantástica” o “mentira patológica”—, va más allá de la simple mentira y constituye un trastorno psicológico. Fue descrita por primera vez en 1891 por el psiquiatra suizo Anton Delbrück; sus efectos secundarios pueden medirse en distintos niveles, ya que la persona mitómana suele perder credibilidad e incluso ser apartada de su entorno personal o laboral por la desconfianza que genera.

En su libro El murmullo de los fantasmas, Boris Cyrulnik refiere que la mentira protege a cualquier infante, sobre todo cuando se siente en peligro, mientras que la mitomanía le otorga un sentimiento de revalorización cuando no se tiene posibilidad de remediar una imagen alterada de sí mismo; entonces, se convierte en el refugio que evita un mundo adverso y le permite mostrar una imagen ventajosa de sí mismo —lo que, al mismo tiempo, le facilita entrar en la sociedad.

Portada de "El murmullo de los fantasmas", de Boris Cyrulnik

En ese momento, mentir se vuelve una necesidad imperiosa y, poco a poco, se convierte en compulsiva. Estudios de la Universidad de California precisan que las personas que mienten de forma patológica tienen características comunes: un déficit menor de memoria y un daño de los lóbulos frontales, los cuales evalúan críticamente la información; así, dichas personas son incapaces de calcular la exactitud de lo que dicen y por eso dicen mentiras como si fueran verdad.

Además, este tipo de comportamiento está asociado a enfermedades mentales, como el trastorno de personalidad límite —en el que las mentiras pueden ayudar a responsabilizar a los demás y satanizar sus comportamientos—, el histriónico o narcisista —las mentiras irían de la mano con la necesidad de aprobación y de impresionar a los demás— y los trastornos psicóticos, pues en ellos la mitomanía es una técnica que permite vivir una vida paralela engañándose a uno mismo.

Por otro lado, en su libro ¡Mentiras, mentiras, mentiras! La psicología del engaño, el doctor Charles V. Ford, miembro del Colegio Americano de Psiquiatría, enlista una serie de características comunes para los mentirosos patológicos:

  1. Exageran sus relatos acerca de un tema en particular, sin importar que éste sea simple o complejo.
  2. Con frecuencia narran historias similares a las contadas por terceros y las refieren como vivencias personales.
  3. Les gusta fantasear, pues viven una especie de realidad análoga.
  4. Defienden lo indefendible. Se escudan sin remordimientos en argumentos falsos ante cualquier cuestionamiento de lo que han manifestado.
  5. Modifican sus historias todo el tiempo y se muestran incapaces de sostener una opinión externada previamente.
Mentira

Debemos de tener claro que las mentiras se presentan cuando no se está cómodo diciendo o viviendo la realidad, ya sea por vergüenza o por necesidad de aparentar algo que no se es. Cyrulnik, que también ha estudiado la resiliencia, sostiene que la mitomanía es un intento de ser resiliente que fracasa porque no ayuda a ser aceptado por el entorno, incluso con la herida que posee; en otras palabras, nadie, ni siquiera el mitómano mismo, acepta su magulladura.

En este caso, y cuando no hay dificultades neurológicas, el tratamiento consiste en una terapia psicológica que debe centrarse en practicar la aceptación de uno mismo y fortalecer la autoestima; aunque, si se vive en “un mundo ideal”, ¿para qué se necesitaría ir a terapia?

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