Quien escucha música siente que su soledad,
de repente, se puebla…
Robert Browning
Hará medio siglo que Jim Morrison escribió “Días extraños nos han encontrado y van a destruir nuestras pequeñas alegrías”. Hoy, este humilde sombrerero escribe confinado en su estudio y confiesa que a veces teme que, en efecto, la emergencia sanitaria y sus efectos destruyan nuestras pequeñas alegrías.
Pero, por fortuna, la música no está en cuarentena. Y de ello hay muchas pruebas: hace unos días se hizo viral un video del tenor italiano Maurizio Marchini, quien desde su balcón en Florencia, una de las ciudades italianas más golpeadas por la pandemia, regaló un pequeño concierto callejero a sus vecinos.
Actos como el de Marchini nos dejan ver algo muy claramente: la música es capaz de transformar los estados de ánimo: puede llevarnos en éxtasis hacia alturas insospechadas, hacernos llorar por los recuerdos y las nostalgias, exaltar nuestro ánimo, entristecernos o darnos esperanza y alegrarnos.
Así, me pregunto qué hace que la música sea capaz de apaciguarnos en estos tiempos turbulentos. Recuerdo, por ejemplo, un estudio de la Universidad de Berlín que comprobó que escuchar música instrumental —desde luego, uno no pondría heavy metal para relajarse— reduce la producción de cortisol, hormona asociada al estrés y a una elevada presión arterial.
Del mismo modo, el Instituto de Ciencias del Comportamiento —en Budapest, Hungría— halló que “la música puede reducir la actividad del sistema nervioso simpático, disminuir la ansiedad, la presión arterial, la frecuencia cardíaca y respiratoria y tener efectos positivos sobre el sueño”. Así, el mejor remedio para el insomnio puede ser no un diazepam sino un poco de Vivaldi.
Del mismo modo, científicos de Harvard hicieron un descubrimiento sorprendente: escuchar música lenta es capaz de alterar las ondas cerebrales, produciendo un efecto terapéutico similar al de la meditación o la hipnosis, e incluso inducir un estado de trance que fomenta la relajación. Y, como un beneficio adicional, favorece la producción de dopamina, un neurotransmisor asociado con la alegría.
Creo que no hacen falta más argumentos sobre el poder tranquilizante de la música: incluso existe un refrán que afirma que es capaz de tranquilizar a las fieras. Pero, ¿será que todos los estilos musicales funcionan igual?
Si el objetivo es hallar un poco de paz en este remolino de acontecimientos, los estudiosos ofrecen varias opciones: la música mal llamada “clásica” resulta la más obvia, desde el melódico barroco hasta las sutilezas del piano y el violín; otra alternativa es la música instrumental, easy-listening o “de elevador”.
También se menciona la música electrónica lenta, como el chill-out, o incluso el new age, pero mucha gente halla inquietante esta última por su carencia de ritmo y melodía. No hay una fórmula establecida: es cuestión de experimentar hasta hallar lo que mejor te funcione en estos momentos.
Por último, se recomienda no utilizar la música como “ruidito de fondo” sino intentar una escucha activa de la misma. En ese sentido, un par de buenos audífonos puede ayudarnos a concentrarnos en las líneas melódicas, en los arreglos y acordes, en las voces o en la interacción de ellas.
Recordemos, pues, la frase que abre este texto y dejemos que en medio de esta soledad obligada la música pueble nuestra cabeza, nuestros sentidos y nuestro espíritu. Algo bueno saldrá de ello.
Hasta el próximo Café sonoro…