En nuestro país, por el sincretismo entre tradiciones europeas y prehispánicas, los mexicanos celebramos la Noche de Brujas el último día del mes de octubre, en la víspera del Día de Todos los Santos, cuando tradicionalmente se montan —o montaban; a estas alturas ya no sé— los altares para honrar a los Fieles Difuntos. Así, desde el 31 de octubre y hasta el 2 de noviembre, la muerte y las fuerzas de la oscuridad parecen estar flotando en el aire. Son fechas idóneas para hablar de muertos y aparecidos, del Diablo y sus demonios, de monstruos legendarios y de espeluznantes criaturas. Y claro, como la presente sección se refiere a lo que se puede oír y no a lo visible, ésta es la ocasión perfecta para dedicar unas líneas a la música que da miedo: los scores de las películas de terror.
El cine de terror, como todas las demás ramas del llamado “séptimo arte”, nació mudo. Fue con el paso del tiempo y con el perfeccionamiento de las técnicas de grabación y sincronización que el público pudo completar su experiencia terrorífica con tonadas destinadas a acentuar el horror, el dramatismo o la acción sangrienta. La eficacia de algunos compositores fue tal que hoy a mucha gente le basta con escuchar las primeras notas de un tema para sentir que una gota helada se desliza por su espalda. Quisiera recordar algunas de las más reconocibles.
Quizás el primer compositor en producir una secuencia musical asociada a una muerte u otro acto espantoso en la pantalla grande fue Bernard Herrmann, autor del tema de La dimensión desconocida (1959-1964), tan célebre que todo el mundo lo tararea cuando sucede un suceso misterioso e inexplicable, y de la música del clásico Psicosis (1960) —al que ya dedicamos un Café sonoro en su totalidad 1 —; el obstinato de las cuerdas durante el asesinato en la bañera ha pasado a la historia como uno de los himnos mundiales del terror. En la década siguiente, William Friedkin dio en el clavo al seleccionar una pieza electrónica del músico inglés de rock progresivo Mike Oldfield como tema de su película sobre una posesión diabólica: El exorcista (1973); en la mente de todos quienes vimos esa cinta emblemática, la misteriosa línea melódica que da inicio a la pieza originalmente llamada “Tubular Bells” es suficiente para evocar a las fuerzas oscuras y al mal en su forma más pura. Algo similar sucede con los coros en latín, como de misa negra, compuestos por Jerry Goldsmith para La profecía (1976); con los violines del tema de Carrie (1976), compuestos por Pino Donaggio —con una clara influencia de Herrmann—, y con la pegajosa y escalofriante tonadilla de Halloween (1978), la cual fue compuesta en el sintetizador por el director John Carpenter. Dos años después, conocimos el tema de Viernes 13 (1980), obra de Harry Manfredini, que se recuerda por el vidrio que se rompe al inicio y por las voces susurrantes que dicen “Ch-ch-ch ha-ha-ha”, que recuerdan a esas que uno cree oír cuando siente que le hablan al oído.
En plena década de los ochenta, hay quienes consideran emblemático el tema de Pesadilla en la calle del infierno (1984), compuesto por Charles Bernstein; sin embargo, yo creo que la melodía más recordada de esa cinta es la canción infantil —One, Two, Freedy’s coming for you—, la cual se atribuye al entonces novio de Heather Langenkamp, la protagonista. Al parecer, nunca sabremos su nombre. En los años noventa, muchos recordamos con agrado el score elegante y poderoso que el polaco Wojciech Kilar diseñó para la versión de Francis Ford Coppola del eterno vampiro Dracula (1992); ese mismo año, otro músico de altos vuelos, el estadounidense Philip Glass, escribió una sencilla melodía de piano para Candyman, y por asociación con los sucesos de la película, ésta se ha convertido en una de las más ominosas de la década. Finalmente, en este vistazo a vuelo de pájaro, el último en la fila es Charles Clouser, quien con el tema de la cinta Saw —Juego macabro— (2004) se ha ganado un lugar como heredero de esta casta de músicos que erizan la piel.
Hasta el próximo Café sonoro.
[1] 72, mayo 2016, “Bernard Herrmann: el músico de Hitchcock”; pp- 52-53. También se puede leer aquí.