
Cuando mi ahora joven primogénita estaba por nacer, eran muy populares las cintas magnéticas y los CD que contenían grabaciones de piezas populares de Wolfgang Amadeus Mozart, en versiones simplificadas o interpretadas con instrumentos como pianos de juguete o cajitas de música, las cuales debían ser reproducidas cerca del bebé mientras éste dormía, con el fin de estimular las neuronas de su pequeño cerebro y, así, aumentar su inteligencia valiéndose de una noción difusa que se conocía como “efecto Mozart”.
Años después, tal teoría fue desestimada y la pequeña industria que floreció en torno a ella se calificó de fraude. Sin embargo, el asunto rescató la idea de los beneficios que aporta escuchar música en la salud de las neuronas y del cerebro, en distintas funciones cognitivas y en la salud mental en general.
¿Qué pasa en el cerebro cuando escuchamos música? Desde el punto de vista físico, es sencillo de explicar: un instrumento o tu estéreo hacen sonar la música, que no es sino ondas vibratorias que viajan por el aire y son captadas por las orejas; éstas las conducen por el canal auditivo hacia el oído, donde hacen funcionar al martillo y este efecto produce un impulso eléctrico que transita por el nervio auditivo hasta el cerebro, donde la música es percibida. Sin embargo, los efectos fisiológicos en cada una de las partes del cerebro y en nuestra salud en general aún están siendo estudiados… y los hallazgos resultan sorprendentes.

Consideremos, para abrir boca, el curso impartido en la Universidad de Florida Central por el neurocientífico Kiminobu Sugaya y el renombrado violinista Ayako Yonetani, llamado “Music and the Brain”, el cual reporta que la escucha atenta de tu música favorita reduce el estrés, el dolor y los síntomas de depresión, al tiempo que mejora las habilidades cognitivas y motoras, el aprendizaje espacio-temporal y la neurogénesis, que es la capacidad del cerebro de producir nuevas neuronas, por lo que escuchar música con frecuencia se recomienda para evitar enfermedades como el mal de Parkinson o el Alzheimer.
Por su parte, un artículo publicado en el blog de la Universidad Johns Hopkins recomienda que, para mantener joven al cerebro, hay que escuchar música. La razón esencial es que la música “es estructural, matemática y arquitectónica”, y se basa en la relación de una nota musical con la siguiente; quizá no nos demos cuenta, pero el cerebro realiza innumerables procesos para decodificarla, entenderla y disfrutarla. Por esa razón, la escucha retrasa el envejecimiento cerebral, favorece la memoria y la creatividad, mejora el estado de ánimo y la calidad del sueño; y si uno aprende a tocar un instrumento musical, incluso siendo adulto se fortalece la memoria, la atención y la capacidad de resolver problemas.
A pesar de lo anterior, creo que todos los que —como este humilde sombrerero— disfrutamos de la música coincidimos en que un elemento primordial, tanto en su interpretación como en su percepción, es la emoción. Y surge la pregunta: ¿por qué la música es capaz de evocar memorias, sentimientos y emociones tan intensas a casi cualquier ser humano? Un artículo del doctor Michael Trimble, del Instituto de Neurología de la Universidad Colegio de Londres, arroja luz en el asunto explorando las raíces prehistóricas y evolutivas de la música.

Según este texto, nuestros ancestros tenían un lenguaje limitado, pero con una gran capacidad expresiva, por lo que empezaron a “articular y a gesticular emociones”, de suerte que el movimiento rítmico connotaba una emoción propia de nuestra especie; así, nuestro oído evolucionó para percibir las frecuencias producidas por la voz humana y para responder ante las emisiones producidas rítmicamente. La importancia evolutiva de este fenómeno queda manifiesta en el tamaño relativamente grande que tiene el área del cerebro que procesa sonidos.
A diferencia de los ojos, desde la etapa fetal el oído del humano primitivo permanecía abierto y expuesto a sonidos como la voz de la madre arrullándolo o los de los golpeteos rítmicos, las palmadas y las voces de la tribu, de modo que quedó programado para responder al sonido y al ritmo. Pero, a diferencia de —por ejemplo— los tambores, la voz podía entonarse y generar melodías, las cuales apelaban a la emoción que trataba de transmitirse mediante el cántico primitivo. Así, existe la teoría de que la música es incluso anterior al lenguaje, pero que ambos evolucionaron del proto-lenguaje rítmico empleado en los rituales tribales y comunitarios de los primeros grupos humanos.

Después, desde luego, vinieron los cánones y el establecimiento de la escala musical en Occidente. Luego llegaron los instrumentos musicales que conocemos, las grabaciones fonográficas y la amplificación eléctrica, la distorsión y la conversión del sonido análogo a bits; esto último permite que escuche mi playlist favorita al tiempo que escribo estas últimas líneas y, sin darme cuenta, sincronice mi ADN con el de mi ancestro cavernícola que una noche se dio cuenta de que los tambores y los gritos de su tribu lo emocionaban a tal grado que sentía una irrefrenable pulsión por entrar a una cueva para, usando lodo y sus propias manos, plasmar en imágenes y signos todo eso que la música le hacía sentir. Me pregunto si también usaba sombrero y le decían que estaba un poco chalado.
Hasta el próximo Café sonoro…
