Hoy en día, al menos en México, la Navidad es un acontecimiento festivo ligado al asueto, la familia, los amigos, el aguinaldo, el consumismo y, sobre todo, al amor. Esto ha llegado a opacar su condición original de celebración litúrgica que, junto con la Pascua y la Resurrección, busca conmemorar los pilares fundacionales de la fe cristiana; en otras palabras, la Navidad no es una fecha que se mencione en los evangelios canónicos para marcar el cumpleaños de Jesús, sino más bien un signo de que la salvación del ser humano sólo llega a través de Él, por lo que para los creyentes su precisión histórica es totalmente irrelevante.
Más allá de la complicada cuestión de sus orígenes gnósticos, romanos, africanos y paganos, basados en ciclos solares —en especial, el solsticio de invierno— y en religiones orientales, dentro de la Iglesia Católica la celebración de la Navidad fue establecida en el año 350 por el papa Julio I y fue él quien asentó como fecha de nacimiento del nazareno el día 25 de diciembre. De hecho, la palabra Navidad es una contracción del latín nativitas o ‘nacimiento’, que se refiere propiamente a la aparición y al nacimiento simbólico de Jesucristo como Dios verdadero.
Tras diecisiete siglos de existencia, no es de extrañar que la celebración navideña se haya visto modificada por las tradiciones culturales de los diversos grupos humanos que la han adoptado. Un ejemplo de lo anterior es el infaltable árbol de Navidad, cuya incorporación a la fiesta tuvo lugar en Alemania durante el siglo XVI, cuando se decoraban abetos con manzanas para representar al Árbol del Conocimiento o del Bien y el Mal, que estaba al centro del bíblico Jardín del Edén.
A finales del siglo XVIII, estos árboles decorados fueron traídos a América por las tropas hessianas, que consistían en mercenarios alemanes contratados por los británicos para combatir a los colonos durante la Guerra de Independencia de los Estados Unidos. Ellos fueron quienes —quizá nostálgicos de su terruño— recrearon esta costumbre en el Nuevo Mundo, donde tuvo un gran arraigo.
En México, se dice que los emperadores Maximiliano y Carlota montaron el primer árbol navideño en el Palacio de Chapultepec. Años después, en el Porfiriato, algunas familias estadounidenses que vivían en el país pusieron sus arbolitos y esto causó que la prensa de aquel entonces se mostrara preocupada por “la invasión de costumbres extranjeras”, al aducir que el tradicional nacimiento estaba siendo sustituido por los árboles. Hoy, ambas costumbres están totalmente implantadas y fusionadas, pues cada año los mexicanos compran casi 1.2 millones de árboles, y los tradicionales nacimientos se instalan al pie de cada uno de ellos…¡e incluso justo al lado de Santa Claus!
Sobre este personaje, es interesante que en 1958 la Iglesia Católica Mexicana sugirió a los padres de familia decir a los niños que los regalos provenían del Niño Jesús y no de Santa Claus, y pidió además inculcarles el montaje de escenas del nacimiento en casa para que el árbol navideño no suplantara al Belén o pesebre, como también se le conoce al que se considera —junto con la piñata— la auténtica imagen de la Navidad mexicana. Pero los nacimientos que tanto nos gustan ni siquiera son mexicanos, pues fueron creados en Italia en el siglo XIII por San Francisco de Asís; siglos después, los conquistadores españoles los trajeron como elementos para evangelizar a la población indígena y mestiza.
Otros cambios en la celebración de la Navidad se perciben en el modo de conducir su culto. Por ejemplo, durante la Edad Media la liturgia navideña destacaba por una serena grandiosidad: la noche previa a la Navidad, en monasterios y catedrales se proclamaban y cantaban las profecías de Isaías —profeta tardío del siglo VII a.C.—, los textos del papa León Magno, el prólogo del Evangelio de San Juan, la genealogía de Cristo y los textos de los oráculos sibilinos[1] que hacían referencia al nacimiento del Mesías. Por eso, quizás, es que la Nochebuena en México se festeja con aún mayor entusiasmo que la propia Navidad.
Asimismo, en la Alta Edad Media —entre los siglos V y X d.C.— se instauró la celebración, no de una, sino de tres misas. La primera, a la medianoche, fue la que se popularizó en el mundo cristiano y hoy se conoce como Misa de Gallo, nombre tomado de una leyenda que habla de una de estas aves que pasó la noche en la gruta de la Natividad —lugar en Belén donde, según la tradición, nació Cristo—, por lo que fue la primera en saber del nacimiento de Jesús y salir a anunciarlo a todo el mundo. Así, el canto del gallo que desde tiempo inmemorial anuncia la salida del Sol, a la mitad de la misa era imitado por un niño ubicado en el coro, para así recordar a la congregación que Cristo acababa de nacer.
Finalmente, en la celebración de Navidad no puede faltar la comida, la cual se menciona hasta en los relatos bíblicos: “Por tanto, nadie os juzgue en comida o en bebida, o en cuanto a días de fiesta, Luna nueva o días de reposo, todo lo cual es sombra de lo que ha de venir; pero el cuerpo es de Cristo” (Colosenses 2:16-17). Así, durante el cristianismo medieval, en la cena de Navidad la presencia de la carne era símbolo de las palabras que Jesús pronunciaría en su Última Cena —“El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna” (Juan 6:54)—, por lo que antes del siglo XVI y de la llegada del pavo a Europa, se preparaban carnes de puerco, ganso, pescado, faisán o de otras especies para la cena, según la región y el estrato social de los comensales.
Fue en el siglo XIX que el pavo se convirtió en un elemento imprescindible en la cena navideña de casi todo el mundo: esta ave mesoamericana, a la que nosotros llamamos guajolote, se integró de manera efectiva a las celebraciones navideñas porque su carne combina muy bien con guisos, aderezos, salsas, chiles y moles diversos, además de que puede consumirse rellena y horneada.
Un último detalle: si eres de los que dejan la decoración navideña hasta el mes de febrero, recuerda que lo mejor es quitarla antes del 6 de enero, Día de los Reyes, pues dicen que es de mala suerte mantenerla más allá de esa fecha. Y tú, estimable lector, ¿cómo celebras o has dejado de celebrar la Navidad?
[1] Una colección anónima de escritos del género apocalíptico, redactados en versos por varios autores judíos y cristianos desde el siglo II a.C. hasta el V d.C.