Me avergüenza hablar de libros con mis familiares. No es que cada que veo a alguno me pregunte de mis lecturas, pero a veces, cuando tenemos algunas copas encima, no falta el primo o la tía que al creerme escritor sueltan a quemarropa: “Oye, ¿y qué te parece El código Da Vinci?” o “¿ya leíste Las cincuenta sombras de Grey?” Les contesto, sincero, que desconozco esos tomos y ellos me miran con cierta conmiseración, como diciendo “pobre, se dice escritor y no ha leído a Dan Brown”. Son breves segundos, porque después la plática vuelve al futbol o a la prima que ha envejecido a consecuencia de los problemas familiares, pero yo ya no puedo recuperarme y esa tarde, noche o día me quedo en silencio. Es como si me sintiera un charlatán o un mentiroso.
Claro, no siempre son los familiares quienes me ponen en aprietos. Alguna vez una amiga me preguntó qué me parecía El nombre de la rosa, de Umberto Eco. Incrédula al escuchar mi respuesta en el sentido de que no lo había leído, me preguntó como intentando darme una nueva oportunidad: “Bueno, pero no vayas a decirme que no has leído La Ilíada”, y yo, con mi corazón hecho una pasa, tuve que reconocer que nunca lo había hecho. “¿Y entonces cómo te atreviste a escribir un libro?”, señaló con un dedo injurioso, imposible de rebatir.
A veces me siento un ignorante por no leer los best sellers, y en otras por no conocer las obras que algunos han querido incluir en un canon. Quisiera en esos momentos decirles a mis parientes, por ejemplo, que si no he leído los libros que mencionan es porque acostumbro comprar en librerías de remate o sólo adquirir los ejemplares que me llaman la atención cuando me acerco a alguna mesa de novedades. Pero siento vergüenza porque ése me parece un argumento tonto. Es decir, es común escuchar que “la gente no lee” y las personas a su vez argumentan que no lo hacen “porque los libros son caros”, pero un “lector” debería leer todo aquello que una “persona común” lee. Por ejemplo, si uno se acerca al director técnico de un equipo de futbol soccer,le puede preguntar qué le parece el juego de Lionel Messi, pero también el de Cristiano Ronaldo o de Mesut Özil, pues el técnico sabrá qué decir. Digamos, por justificarnos, que eso se debe a que los tres jugadores mencionados son estrellas mundiales o de sus países. Sin embargo, si uno acude a su escritor favorito, puede preguntarle qué le parecen los poemas de Octavio Paz o las novelas de Carlos Fuentes o los ensayos de Alfonso Reyes, y quizá éste no pueda responder a tales preguntas. Mucho menos podrá hacerlo si los autores en cuestión escribieron best sellers, pues existe la idea —errónea, por supuesto— de que los “lectores expertos” no consumen ese tipo de literatura por no tener un gran valor.
Pensemos, por ejemplo, que se le preguntara a un crítico por El código Da Vinci. Tal vez su primera reacción sea la de desacreditar el libro debido a que no tiene las cualidades literarias que a él le parecen las correctas. Sin embargo, el lector del libro, ése que se lo topó en un centro comercial y que pagó más de 300 pesos por él y que tras abrir la primera página ya no pudo parar sino hasta terminarlo —después de más de 550 páginas—, no pensará lo mismo.
Así, dicho best seller habrá conseguido lo que no puede, por ejemplificar de manera snob, Georges Perèc, quien no ofrece una narrativa atractiva para un “lector de a pie”. Pensemos, por ahondar un poco, en las películas mexicanas de principios del siglo XXI. Muchas de ellas intentaban retratar la realidad social del país, la violencia que existía en México; algunas lo hacían con juegos temporales, con apuestas incluso filosóficas en el manejo del lenguaje cinematográfico. Sin embargo, fue Y tu mamá también la que logró que el espectador volviera a las salas de cine para ver el cine nacional. Es decir, muchas veces el “arte comercial” —léase best sellers o películas palomeras— es el que se encarga de que las personas se acerquen a dichas manifestaciones artísticas. Por eso, quizá lo más conveniente sería que los escritores, los críticos literarios, por regresar al campo del que hablábamos, también admitieran el valor —divulgador, de acercamiento— que tienen esos libros que a ellos no les terminan de gustar, pero que atraen a una mayoría por sus tramas bien contadas, por la facilidad con que se narran las peripecias del héroe, por los ingredientes —en ocasiones predecibles— que incluyen para satisfacer las expectativas del lector —persecuciones, escenas de amor, etcétera.
Por otro lado, la academia y los críticos pueden hablar de ciertas obras que es recomendable leer —los llamados “clásicos”—, pero no deben olvidar que la lectura en un principio debe ser un acto placentero y, de preferencia, lúdico. De ahí que cuando a un adolescente lo obligan a leer el Cantar del mio Cid le aburra, pues su interés es otro y no las gestas de este caballero. Pienso, también, que cuando a un niño le ofrecen —bienintencionadamente— un libro sobre las partes del cuerpo y, al mismo tiempo, le prenden la tele con las aventuras de Dora, la exploradora, lo más seguro es que el pequeño se decante por la caricatura, pues encuentra en ella la diversión que el libro no le ofrece.
De este modo, la llamada literatura clásica o los best sellers deberían ser categorías que desaparecieran, al menos, de las librerías o los puntos de ventas de libros. Los textos —todos— tienen deparado un lector en específico y por ello separarlos implica una discriminación. Quién quita que un futuro gran lector pueda comenzar leyendo a Carlos Cuauhtémoc Sánchez y terminar leyendo a Homero. Tal vez, también, puede que inicie por Jorge Luis Borges y termine con Isabel Allende. Pero si amamos tanto la lectura y por ello la discutimos tanto, quizá la mejor forma de hacerlo sea leyendo lo que a otros les atrae —y no sólo lo que la academia o la crítica valora. Al establecer un diálogo con los lectores ocasionales y fomentar las lecturas que nos han gustado, a lo mejor un día lleguemos a ser ese país de lectores que a muchos nos gustaría…
Dije, en un principio, que tras la pregunta de mis parientes siempre me quedo callado. Al fin he comprendido que ése ha sido mi mayor error: ahora que lo pienso, sería mejor preguntarles a ellos qué les pareció el libro en cuestión y dejar que me platiquen su experiencia lectora, los detalles que más los impresionaron, las intrigas que los mantuvieron al borde de la página durante sus horas de lectura. Pues, después de todo, qué importa si es un best seller o un libro religioso o uno de automotivación… Lo importante es el diálogo que se establece después de que se ha descubierto el mundo contenido en un libro. ¿O no?